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Posts Tagged ‘Sierra de Guara’

«En armónico desorden»: Archivo personal

 

Runrunean las hojas muertas que las púas metálicas del rastrillo acorralan y apiñan en colorido desorden. Húmedas y exánimes, se dejan amasar por infantiles manos enguantadas que desbarajustan los montículos redondeados que va componiendo Lurditas, la alguacila, asiendo el mango tubular de la herramienta, mientras observa a la solícita chiquillería de la Escuela, con sus brazadas de bractéolas, yendo de la hojarasca al contenedor de compostaje y a la inversa.

 

Lurditas, ¿las hojas muertas tienen alma?

 

Manda la tradición que los jóvenes intervinientes que desfilarán esta tarde noche guiando hasta el cementerio, con la luminosidad de sus candelas, a los espíritus de las personas muertas extraviadas en las trochas de la sierra, muestren la pureza de sus corazones mediante el sacrificio, y, en el Barrio, es costumbre, desde que se reinstauró la Procesión de Almetas [1] y Totones [2], que los niños y niñas de la Escuela, protagonistas de tan singular comparsa, ofrezcan un día de recreo escolar para realizar tareas comunitarias y así exhibir, ante el vecindario y los entes sobrenaturales que contemplan los aconteceres humanos, su buena disposición, actitud que detesta Patetas, el diantre malandrín que pulula, incorpóreo, por estos lugares, porque le hace perder energía para atraer adeptos a su causa.

 

Yacen las hojas muertas en el vientre del fosal que ampara su sueño eterno. Ajenas a la luz y el cierzo, quizás, en los primeros espasmos de la putrefacción, añoren las ramas de las que pendían, vivas y ufanas, anfitrionas de pajarillos retozones y diligentes arañas. Ya no serán testigos de la magia fantasmal de la última tarde noche de octubre ni de los cuerpos infantiles cubiertos de sayones y túnicas que recorrerán, entre risas, cirios y tembleques, la hoy concurrida senda que lleva al camposanto.

 
 
 
NOTAS

[1] En el Alto Aragón, ánimas de los difuntos que fallecieron violentamente o dejando asuntos pendientes; se pasean, invisibles, entre los vivos y son tan queridas como temidas.
[2] Id., ánimas guardianas de los cementerios; al igual que el Coco, tienen fama de llevarse con ellos a niñas y niños que permanecen despiertos durante la noche.

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«La vaca refitolera«: Archivo personal

 

Para Olmo —el sobrino nieto oscense de María Blanca, la vecina— todos los animales son bichos. Pero pronuncia con tal efusividad la palabra que, si la escuchara y comprendiera el más tiquismiquis de los animales voluminosos que pueblan la sierra, se sentiría halagado. Además de a los animales, Olmo, que tiene cinco años, adora los puzles, a los futbolistas del Huesca y a Jenabou —la hija quinceañera de la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio—, que ejerce de niñera a ratos y le narra divertidas historias de bichos parlanchines además de llevarlo y traerlo por todos los corrales, establos y vericuetos del pueblo donde gallinas, patos, ocas, cisnes, yeguas, burros, vacas, ovejas, cabras, cerdos, perros, gatos… han acabado formando parte del zoo pinturero que el pequeño ha atesorado en su creativa imaginación.


Hace dos domingos, María Blanca y Olmo pasaron temprano por la casa de la veterinaria a llevarles un plato con papanași [FOTO] que había hecho Anca, la joven rumana que trabaja en la Casa de Turismo Rural. En ese momento llamó Carmelo, el pastor, al móvil de la veterinaria para pedir ayuda porque dos de las ovejas se habían caído desde el puntón cercano a los pastos y yacían —no sabía si heridas pero, en cualquier caso, estaban vivas— en un repecho, a unos cinco o seis metros por debajo de la cima. La veterinaria y Étienne se aprovisionaron de cuerdas, avisaron al forestal para que les echara una mano y, en el vehículo del último y con Jenabou y Olmo dispuestos a no perderse nada, partieron por la pista de tierra que atraviesa el sotobosque. Fue el pequeño quien, recién iniciada la pendiente cercana al meandro del río, avistó a la rabosa a través de la ventanilla [FOTO], pese a la distancia entre el animal y el vehículo. Por fortuna, el bicho desapareció como por ensalmo y se pudo contener a Olmo, que, entre hipidos, quería bajar del coche para ver a la zorra de cerca. “No podemos parar aquí, Olmo, cariño. A las rabosas no les gusta que las molesten, y, además… ¿no ves que se ha marchado…?”, le decía Jenabou. “Joder con el crío de los cojones… ¿Para qué lo habéis traido?”, refunfuñaba el forestal.

El último tramo hasta el puntón lo hicieron caminando, con Olmo subido a la espalda de Etienne. Carmelo aguardaba en la cima. ”Una se ha despeñau”, anunció lacónico, ”pero la otra aguanta en el repalmar”. Fue la veterinaria la que descendió y sujetó con cinchas a la oveja superviviente, que no tardó en ser izada, con mucho cuidado, por los otros tres. El bicho rescatado resultó no tener sino pequeñas erosiones en las patas y se incorporó al rebaño comunal como si jamás hubiera estado a punto de descalabrarse. A Olmo, ignorante de la muerte de una de las ovejas, lo entretuvo Jenabou con Bretona [FOTO], uno de los ejemplares de la yeguada de monte que comparten pastos con el rebaño ovino del pueblo y la vacada de Casa Ginés. La yegua reconoció el silbido de la adolescente —que ha estado montándola durante el verano, ayudando a los guías que realizan recorridos turísticos a caballo— y acudió junto a su amazona deleitando al pequeño Olmo con sus cabeceos y chillidos semejantes a la risa.

A la oveja muerta la dejáis para los pobres buitres. No la saquéis de ahí”, pidió Carmelo antes de que se marcharan, dirigiéndose, sobre todo, al forestal. “Ya se verá”, respondió este. Cuando salvaron el desnivel para dirigirse al vehículo, aparcado donde se interrumpe la pista, aún tuvo Olmo otro encuentro con uno de sus queridos bichos: Una de las reses de la vacada de Casa Ginés se plantó delante de los rescatadores, como si quisiera cumplimentarlos. Y así se mantuvo, inmóvil, con los ojos fijos en el grupo, mientras el vehículo avanzaba pista abajo. Casi habían llegado al pueblo y todavía continuaba Olmo, girado hacia la luna trasera del vehículo, con el adiós en la mano.

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«Minervas en el panical»: Archivo personal


A poca distancia del bosquecillo de coníferas, al socaire del peñasco de la margen izquierda que, enfrentado a su homónimo de la orilla derecha, forma la garganta que encajona el cauce del río, crecen los cardos panicales, tan ordenadamente distribuidos que bien parecen sembrados por manos hortelanas. Aseguran los viejos que merced a esas plantas perennes se dio nombre a las escurridizas paniquesas que, acometidas por las víboras, buscaban en la savia del azulado y enhiesto vegetal remedio para las mortales mordeduras. Y si esa prodigiosa simbiosis de listeza animal y empatía herbácea resulta extraordinaria, no lo es menos la supervivencia de una menguada colonia de mariposas minervas refugiadas en esa franja de terreno resguardado que compone una impresionante terraza con vistas al río. Animosas ellas bajo los débiles rayos de un Sol que las alienta y confunde, resisten los alfilerazos fríos del otoño recién venido, ajenas a que su sobrepasado ciclo vital está llegando a su fin. Extasiado, las observo coquetear con las brácteas de los cardos y, en un impulso cándido, acerco, necio de mi, la mano ansiando que me rocen los dedos y cosquilleen mis yemas… Mas, apenas iniciado el avance, me detiene una punción leve, como si el panical, consciente del efímero revoloteo de sus anaranjadas rondadoras, quisiera transmitirme con la superficial estocada su tajante apercibimiento: «¡Déjalas tranquilas, humano!».

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«As crabetas/Las cabritas»: Archivo personal


I

Aun antes de culminar por segunda vez el repecho que asciende desde el río a la trocha, entrevió la sombra de las rapaces necrófagas en el farallón, planeando, en vuelo silencioso, sobre la angostura pedregosa del cauce fluvial, atraídas por el cadáver, todavía caliente, del desgraciado muflón recién despeñado. Minutos antes, lo había visto precipitarse del remate del peñasco vertical, entre una lluvia de rocas de distintos tamaños que golpearon con estrépito el suelo de la hondonada y quedaron como ofrendas al animal quebrado. Él, que acababa de llegar jadeante al antepecho que se abría al barranco, volvió a descender raudo, arrastrando culo y piernas por los guijarros y matorrales de la pendiente, suplicando a la Madre Naturaleza que el muflón careciera de cualquier atisbo de vida para no verse en la obligación de rematarlo. Sintió en sus manos la tibieza de aquel cuerpo roto bajo los mechones lanosos; le acarició el hocico y pasó los dedos por la cornamenta desencajada y, cuando se separó del animal muerto, vio la sangre que le empapaba los vaqueros en la parte de las rodillas.


II

Apoyado en el pretil, con los restos del muflón visibles veinte o treinta metros por debajo, contempló los círculos señalizadores de los cuatro buitres leonados con sus dos metros de alas tensadas, elegantes y pacientes bajo el Sol que metalizaba sus cuerpos y engrandecía sus siluetas reflejadas en el roquedo. Cerró los ojos a la luminosidad que, a ratos, los cegaba y, al abrirlos de nuevo, las vio: Tres cabras asilvestradas lo observaban desde la cornisa del escarpe enfrentado. Quietas, curiosas, atentas. Tal vez testigos de la mortal caída y de las caricias humanas junto al lecho del río. Escasamente tuvo tiempo de retener la imagen en el móvil, con el Sol distorsionando la panorámica, antes de desaparecer las cimarronas por el lado oculto de la escarpadura.



NOTA

Entalto es un vocablo aragonés que significa hacia arriba, en lo alto.

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«Colores»: Archivo personal


Recién amanecido, se internan por el hayedo. Lola Haas, que se halla de visita desde el jueves, como invitada de la señorita Valvanera, la vieja maestra, se lamenta del frío matutino y la humedad de sus pies enfundados en unas zapatillas de loneta. “Mira que le dije que ese calzero no era adecuado para subir al monte…”, le susurra la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio a María Petra.

Atraviesan el campo de almendros ya vareados que abarca desde el desnivel de la pardina de arriba hasta los límites de las vides del saso y suben, por un repecho resbaladizo, hasta el mirador donde la sierra, todavía veteada de verano, alza sus crestas a la neblina horadada por los rayos solares. “No creo que me acostumbrara a la vida rural. Estos parajes están bien para hacer senderismo, como los de Bujaruelo y Ordesa, pero vivir aquí todo el año como vosotras…”, reflexiona en voz alta Lola, sentada sobre un solitario pedrusco cuarteado y a prudente distancia de la pendiente yerma del barranco. “Mujer, que nosotras no vivimos en el monte sino en el pueblo”.


La tarde del sábado María Petra y la veterinaria llevaron a Lola a la nave del señor Juan a escoscar medio saco de almendras, recogidas esa misma mañana, que el hombre había reservado para las garrapiñadas de la señorita Valvanera. Con buena disposición al principio, la francesa no tardó en cansarse de separar, a navaja, las pieles secas amarronadas que envolvían las almendras; otro tanto sucedió cuando, siguiendo el rudimentario proceso de toda la vida, hubo de quebrar con una piedra la cáscara exterior para acceder a la semilla comestible. “Esto mismo hacían los que vivían en esas cuevas prehistóricas de más arriba”, ironizó después de haber partido no más de media docena de almendras, convertir la mayoría de las semillas en migajas y lastimarse dos dedos.


Regresan al Barrio por la senda viciada cubierta de diminutos guijarros que bordea el barranco. “Este sendero es más practicable que el otro”, dice Lola. María Petra y la veterinaria se miran y sonríen. Ninguna de ellas le explica que, a menos de cien metros, ese camino accesible termina abruptamente en una leve cortada con cinco anclajes metálicos, a modo de escalones, que han de salvarse para retomar el camino hasta el pueblo.

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«Pycnoporellus»: Archivo personal


Los chasquidos de las resueltas pisadas sobre el lecho de ramitas y hojas comprimidas del sotobosque alertan a los arrendajos que, apostados en el follaje, transmutan la suave cadencia de su parloteo en desatada vocinglería —¡Intruso, intruso, intruso!, parecen clamar—. Es tal el rebullicio de los córvidos que, además de lacerar los tímpanos del caminante, hace salir de su camuflado dormidero a una gineta que, en un visto y no visto, cruza, espantada, entre las piernas humanas y desaparece bajo los matorrales que remontan, enmarañados, hasta la pardina Foncillas.

Apaciguadas las volátiles zaragateras, se desliza el recién llegado hacia el río arrastrando el tafanario, como tantas otras veces, por el talud arcilloso cuyo acceso se distrae tras un árbol abatido y colonizado de pycnoporellus. Aguarda la frigidez mañanera del agua para acometer botas, calcetines y tejanos hasta entumecer, de pies a muslos, la dermis asaltada conforme el humano entrometido, dispuesto a alcanzar el ribazo contrario, vadea jadeante los remolinos que esculpen y engalanan de espuma las aristas de los poliedros rocosos encallados en el cauce.

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«Caminito»: Archivo personal


Remontan los cuatro la senda albugínea entre restallidos del suelo. Chac, chac, gemiquea el caminito helado que las firmes pisadas van transformando en plata derretida.


(Baja un hilillo de agua por la pendiente…)


En vanguardia y cogidas de la mano, abuela y nieta tatúan con sus pasos el lienzo ya moteado de huellas de gineta. “Ojalá viéramos alguna, yaya”, dice Jenabou. “Son guapísimas. Cuando yo era chiquitaja, vinimos por aquí con mamá y encontramos una atrapada en una trampa lazo y cuando mamá la liberó e intentaba evaluar la herida de la pata, se le revolvió y le pegó tales arañadas y mordiscos en los brazos que casi tuvieron que darle puntos, ¿verdad, mamá…? Son gatos salvajes muy furos pero con una carita…”. “Pero esa carne cruda que llevas en la mochila no es para las ginetas…”. “Nooo. Es para echársela a los buitres que suele haber en la cima. Mamá y Étienne también llevan más en sus mochilas… Es que, yaya, no te hemos querido decir que pasaríamos por la buitrera por si te daba repelús y no querías venir”.


(Se enrosca el vaho de la charla errabunda entre el ramaje vivo y calla el viento…)


En lo alto del monte, donde se atrincheran los buitres leonados, se entretiene el cierzo en despojar la hierba de su cobertor de escarcha.



NOTA

Entalto es un vocablo aragonés que significa hacia arriba, en lo alto.

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«La Escorrentía»: Archivo personal


Los grupos de mochileros y senderistas que acceden al Barrio, desde las diferentes rutas de la sierra, por el camino de la Escorrentía no ignoran —si acaso se fijan en el cartel advirtiendo sobre la peligrosidad de transitar por ese lugar cuando se avecinan tormentas— que ese singular sendero de fina pedriza y sinuoso trazado es, en realidad, un barranco —seco desde hace un siglo—  que, en algún momento geológico, formó parte del río que, a pocos metros de desnivel, corre paralelo durante cerca de tres kilómetros.

En ese lecho de guijarros y hierba, bordeado de una inigualable muestra de flora silvestre conquistada por las picarazas, pereció ahogado, allá por 1907, el repatán [*] que cuidaba los cordericos de Casa Casimiro  —casona ya inexistente cuya ubicación ocupan actualmente los establos de la yeguada de monte de Casa Foncillas—. Una fuerte tormenta abrileña sorprendió a Vicentito  —que así se llamaba el repatán, de ocho años—  de regreso al Barrio y, según se cree, intentó atajar por la Escorrentía, que apenas llevaba tres palmos de agua, con tan desgraciada suerte que, en segundos, cayó tal tromba que arrastró a pastorcillo y corderos barranco adelante; dos días después encontraron el cuerpecito del niño flotando en el río, en la poza del molino, y, junto al pobre muchacho, algunos de los animales que pastoreaba. En una fotografía realizada en 1908 por el reconocido pireneísta francés Lucien Briet desde el altozano del derrubio, se aprecia, junto a la magnificencia acuosa del río, un tramo del barranco de la Escorrentía rebosante de agua, como documento gráfico de lo que un día fue el ahora transitado y seco sendero.

En 1945, cuando hacía años que la Escorrentía no era sino un pedregal olvidado por el agua, el barranco se convirtió, al abrigo de la vegetación, en el lugar donde el entonces joven señor Anselmo, enlace de los guerrilleros de la partida de Villacampa, depositaba  —en diversos escondrijos—  comida, munición y mensajes para los maquis que operaban en la Sierra de Guara. En una de aquellas peligrosas idas y venidas fue interceptado por una pareja de la Guardia Civil, obligando a uno de los guerrilleros a salir de su escondite y encañonar a los civiles, a los que desarmó dando tiempo a que el señor Anselmo, que conocía a los guardias y pidió que no se les hiciera daño alguno, huyera de allí para terminar echándose al monte, donde permaneció tres años y medio; vana fuga porque, aunque el joven Anselmo no lo supo hasta mucho tiempo después, aquellos guardias imberbes silenciaron, por miedo o vergüenza, el incidente ante sus superiores y nunca se le persiguió.







NOTA

[*] En arag., niño o joven que ayudaba al pastor adulto.

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«La Sierra Niña»: Archivo personal


Traspasa el cierzo helador los desgastados burletes de los ventanales de la veranda que se encara a la sierra nívea y soleada. A los pies, la ciudad, aún con la resaca de la fiesta y el humo de la hoguera de San Vicente prendido en los ropas de sus habitantes, con el sabor de patatas y longaniza en el cielo del paladar y el recuerdo del frío nocturno humedeciéndoles la nariz y raspándoles la garganta.

Aguarda Benito Pérez Galdós (1843-1920) en el cálido interior de la vivienda, en la mesa plegable, entre la cafetera de aluminio y las tazas desparejadas de loza y cristal, mientras la señorita Valvanera va sugiriendo los nombres del elenco actoral del Barrio que podría interpretar los papeles principales de Los condenados, la obra galdosiana que se desarrolla en la villa de Ansó y ha sido adaptada por Mercedes para ser representada el 23 de abril. “Galdós no quiso dejar nada al azar”, explica la directora del Grupo de Teatro blandiendo las Memorias de un desmemoriado que ha recogido de la mesa. “En julio de 1894 llegó en tren a Jaca para viajar desde allí hacia Ansó”.


«Salimos de Jaca mi amigo y yo una mañana en carretela tirada por cuatro caballos y recorriendo un país de lozana vegetación, pasamos muy cerca de San Juan de la Peña, cuna de la nacionalidad aragonesa, y después de mediodía llegamos a un lugar llamado Biniés, donde mi amigo mandó hacer alto para que yo admirase un soberbio nogal, que era sin disputa el más colosal que en España existía […]. Hubiera yo deseado permanecer allí largo rato gozando en la contemplación de aquella maravilla; pero el descanso para los viajeros y para las caballerías había de ser más adelante, en un sitio llamado La Pardina, donde nos tenían preparada la comida para nosotros y el pienso para el ganado. Emprendimos la marcha por la empinada carretera que culebrea a la orilla derecha del Veral. Reposamos una hora, y luego seguimos nuestro camino, extasiados ante el magnífico espectáculo que por todas partes se nos ofrecía. Aquí, espesas masas de vegetación, allá ingentes rocas, en el fondo del río, a trechos turbado por cascadas espumosas, a trechos manso, permitiendo ver en su cristal las plateadas truchas. A medida que avanzábamos, el paisaje era más grandioso y los picachos más imponentes por su extraña forma y aterradora grandeza. Tras larga caminata, llegamos a un sitio donde termina la carretera». [*]


Recorridos a pie los últimos kilómetros, Galdós y su amigo jacetano arribaron a la villa de Ansó, alojándose en una de las mejores casas y dando frecuentes paseos por la localidad, conociendo a sus gentes y sus tradiciones y embebiéndose de los extraordinarios paisajes circundantes y sus leyendas.


«Pasados no sé cuántos días en aquella deliciosa ociosidad, partí para volverme a Madrid. Mi amigo me llevó en su coche desde Ansó a Canal de Berdún, donde tomé la diligencia que diariamente hacía el trayecto desde Jaca a Pamplona. Llevaba yo un recuerdo gratísimo del vecindario ansotano, y singularmente de la generosa familia que me había dado hospitalidad, colmándome de finas atenciones. En el largo camino no cesaba de pensar en mis Condenados, entreteniéndome en modelar las figuras de Salomé, Santamona, José León y Paternoy. Y eso lo imaginaba sin perder el compás de la rondalla que el mayoral cantaba con voz clara y perfecta entonación. De tal modo se fundían y compenetraban mis Condenados y la rondalla, que, cuando estrené la obra en Madrid, la música y mi drama reaparecieron en dulce maridaje». [*]


El 11 de diciembre de 1894 se estrenaría la obra ansotana de Galdós en el madrileño Teatro de la Comedia sin el menor éxito. No fue hasta su reestreno en el Teatro Español, en abril de 1915, cuando Los condenados obtendría el aplauso y el reconocimiento del público y la crítica. “En nuestro caso”, interviene Mercedes, “solo tendremos una oportunidad de quedar bien”.







NOTA

[*] Fragmento de Memorias de un desmemoriado, de Benito Pérez Galdós.

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«Boira»: Archivo personal


Que viene la niebla.
Que viene y me toca.
Ay, que viene, que viene…
Que viene y me envuelve.
Me besa.
Me moja.
(Retahíla)


Emborronado el sendero que discurre en pendiente, se ocultan los árboles de la otra orilla bajo siete velos. A través de un caprichoso descosido en la ceguera blanca que sitia a los andarines, las siluetas distorsionadas de los farallones, apenas esbozados en la lejanía, señalan la frontera entre la trocha y las aguas calmas que fluyen, ribeteadas por fantasmagóricos gigantes pétreos, hacia el sur.

Caminan a tientas por la cornisa resbalosa de la cortada, braceando entre etéreas colgaduras que les engullen los cuerpos y los revisten de tonalidades plomizas. Conforme se acercan, o así lo estiman, a su destino, se desplazan, burlonas, las casas niebla adentro y la hora que, calculan, resta para avistar los contornos consabidos de las chimeneas de la calle Baja, se torna en dos.

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