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Ilustración de Nataliya Vaitkevich


«Jeanette Alcoriza me regaló un piano que colocamos en el vestíbulo. Cuando venían amigos franceses cantábamos La Marsellesa. Todos los días me sentaba a tocar. La música subía por el vestíbulo y llenaba la casa.

Meses después, durante una cena, ya en la madrugada y con bastantes copas encima, Cotito, el hijo de los Mantecón, propuso a Luis:

—Te cambio el piano por tres botellas de champaña.

Me reí ante la incongruencia de la propuesta, pero Luis contestó:

Hecho.

Cerraron el trato con un apretón de manos. Pensé que ahí quedaría, que era una broma. A la mañana siguiente sonó el timbre: era Cotito con un camión de mudanza y las tres botellas de champaña. No quise ver cómo se llevó mi piano. Me quedé furiosa por no atreverme a decir: ‘Este piano es mío y no sale de aquí.’ Por supuesto, guardé silencio.

A Luis le remordió la conciencia. Poco después me compró una máquina de tejer y me dio dinero para los aditamentos. También me regaló un acordeón alemán, muy fino, que aún conservo».- Fragmento de MEMORIAS DE UNA MUJER SIN PIANO, de Jeanne Rucar de Buñuel, transcritas por Marisol Martín del Canpo.


Jeanne era bellísima pero eso no se podía decir delante de Luis porque se lo llevaban los demonios”, aseguraba Julio Alejandro, coguionista, amigo y contertulio en la casa mexicana de Luis Buñuel donde el celoso cineasta reinaba instalado permanentemente en el apacible y doméstico trono que bruñía con silenciosa delicadeza Jeanne Rucar. Jeanne Rucar de Buñuel, como ella se llamaba a sí misma y firmaba en todos los documentos.

Jeanne Rucar, hermosa y dotada de un exquisita sensibilidad artística, amante esposa —y tan desconocida— de Buñuel, había nacido en Francia, cerca de Lille, el 29 de febrero de 1908, en el seno de una familia de recursos mermados cuya situación pasaría a ser boyante tras la I Guerra Mundial. Es entonces cuando Jeanne descubre sus dotes para la música, la danza y el deporte. La nueva economía familiar le permite recibir lecciones de piano y ballet y clases de gimnasia; como gimnasta artística participó en los Juegos Olímpicos de 1924, donde obtuvo la medalla de bronce. Un año después conoció al que sería el hombre de su vida. «Yo conocí a Luis por mediación de Joaquín Peinado, de Manolo Ángeles Ortiz y de Paquito García Lorca, en el año de 1925. Acababa de llegar a París, no sé si a trabajar, pero sí a emborracharse y a bailar. Bueno, bailar no bailó porque no sabía, pero a divertirse, sí

Jeanne y Luis vivieron durante ocho años un noviazgo a la antigua usanza; en su transcurso, Buñuel daría muestras del machismo y los celos que presidirían, a partir de entonces, la vida de la pareja. Prohibió a Jeanne hacer gimnasia y ballet por considerar vergonzoso que se exhibiera ligera de ropa; también se negó a que continuara las clases de piano porque no soportaba que tocara para otro hombre. Muchos años después, en una entrevista, el director cinematográfico reconocería que, pese a considerar a las mujeres «siempre superiores al hombre«, él prefería que la suya permaneciera en casa «con la pata ligeramente rota«. Sorprendentemente, Jeanne, mujer cultivada que había gozado de relativa libertad hasta ennoviarse con el cineasta, renunció, por amor, a sus aficiones y sueños y accedió a ser, exclusivamente, la abnegada novia primero y esposa después, de Luis Buñuel.

Se casaron en 1934 y, por deseo de Luis, no se avisó a la familia. En París nació el primer hijo, Juan Luis; el segundo, Rafael, en Estados Unidos. A Jeanne le hubiera gustado tener una hija, pero el planificador Buñuel consideró que dos hijos eran suficientes y Jeanne, siempre obediente, jamás le planteó su deseo de aumentar la familia.

Instalados en México a partir de 1946, Jeanne continuó siendo la mujer relegada, con horario restringido para salir fuera de la casa y cuyos únicos desvelos se remitían a ocuparse del hogar y del bienestar de su marido y sus hijos. «Yo no podía recibir a nadie. Luis, como buen español, me escondía de todo aquel que no fuera paisano suyo. Yo era su consentida, la niña que tenía aparte, y me guardaba así. Nunca me hablaba de política; nunca me hablaba de nada: la casa, los niños y nada más […] Él era gentil conmigo, me cuidaba, me supo amar. Nunca pensé en divorciarme… Era celoso, dominante… pero también tierno, con sentido del humor y alegría

Jeanne Rucar Lefevre y Luis Buñuel Portolés se mantuvieron unidos casi sesenta años, hasta la muerte de él, el 29 de julio de 1983.  Ella, la mujer que amó pero con la que no compartió ni ideas ni sueños ni decisiones, le sobrevivió, todavía, once años. Siete años después de la muerte de su marido, Jeanne Rucar de Buñuel dictó un libro de memorias a la escritora mexicana Marisol Martín del Campo. Se trata de un libro ameno y lleno de anécdotas donde se desgrana la vida privada de un hombre al que cuesta reconocer como el moderno, transgresor, revolucionario y anarquista director de cine Luis Buñuel.



NOTA

Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 6 de octubre de 2013.

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«Tiempo decolorado»: Archivo personal

 

«A medida que me acerco a mi último suspiro pienso en una broma final. Llamo a todos mis amigos, ateos consumados como yo, para que se reúnan tristemente en torno a mi lecho de muerte. Llamo a un cura y, para horror de todos, me confieso, pido absolución por mis pecados y recibo la extremaunción. Y luego me muero».- Luis Buñuel (1900-1983), en su libro de memorias Mi último suspiro.

En 1982, un año antes de la muerte de Luis Buñuel, se publicó Mi último suspiro, el interesante libro de memorias del genio de Calanda que transcribió el guionista Jean-Claude Carrière a partir de las muchas conversaciones que hubo entre ambos a lo largo de dieciocho años. En él —entre alguna boutade, tres o cuatro mentirijillas y el olvido, consciente o no, de algunos buenos amigos mexicanos— aparece dibujado, más que el cineasta, el personaje contradictorio que el propio Buñuel moldeó a lo largo de los años: transgresor, incongrente, tradicional, moderno, anarquista, pacato, gamberro, respetuoso, irreverente, reflexivo, socarrón, atento, burlón, familiar, brusco, amoral, moralista y ateo irredento jugando al escondite con Dios. Fue Buñuel tan inclasificable, poco convencional y laberíntico que incluso sus cenizas llevan casi cuatro décadas en paradero cuestionado, circunstancia que algunos achacan a una broma póstuma ideada por él mismo en connivencia con algunos de sus más leales afines.

Don Luis, que falleció en México, el 29 de julio de 1983, fulminado por una insuficiencia cardíaca, hepática y renal derivada del cáncer que padecía, fue incinerado inmediatamente en el crematorio de la funeraria Gayosso de Félix Cuevas y sus cenizas entregadas, como es natural, a su viuda, Jeanne Rucar (1908-1994), que dispuso una mínima parte de las mismas para ser esparcidas en el Desierto de los Leones, un parque nacional cercano a la capital mexicana por el que solía pasear su marido, pero se negó a dar cualquier información sobre el destino del resto, haciendo posible que se creara un entramado digno de formar parte del argumentario surrealista del imaginativo y chancero director.

Un sacerdote dominico, Julián Pablo Fernández (1937-2018), amigo y contertulio del bajoaragonés —depositario, además, durante más de dos años, de la urna funeraria del cineasta, hasta que la reclamó la viuda—, afirmó, en sendas entrevistas realizadas en 2004 y 2012, tener en su poder la mayor parte de los restos de la cremación escondidos en la parroquia del Centro Universitario Cultural de México D.F., donde ejercía su ministerio, no descartando, aseguraba, que, en un futuro no muy lejano, la arqueta cineraria de Buñuel pudiera exponerse en una capilla para ser… ¡¡venerada por los fieles!! Estrambótico destino —en caso de ser ciertas las afirmaciones del eclesiástico— para un ateo militante, pero suprema socarronería para quien fuera, además de extraordinario director cinematográfico, amigo de pergeñar chanzas.

«El padre Julián ha dicho recientemente que él conserva los restos de mi padre. Que están en una capilla […] de la capital mexicana. Pero no puede ser. Mi hermano Juan Luis, mi primo Pedro Christian García-Buñuel y yo esparcimos esas cenizas en 1997 en el Monte Tolocha, en Calanda. Y así lo queremos hacer constar en un documento firmado«, fue la respuesta de Rafael Buñuel, hijo menor de Luis, a las declaraciones del dominico, poniendo fin a veintinueve años de hermetismo en relación al destino de los restos fúnebres del insigne cineasta. En una carta enviada a un periódico español en 2012, los hijos de Buñuel explicaban que su madre, Jeanne Rucar, poco antes de fallecer en 1994, había entregado las cenizas a su hijo Rafael, transportándolas éste a Los Ángeles en una caja de cartón cuyo contenido real no se declaró «para evitar problemas en la aduana«; la misma caja de cartón que tres años después llevaron, según la misiva rubricada, a Calanda para que el polvo buñueliano, transcurridos catorce años de la muerte e incineración de Buñuel, se depositara en la tierra que fue su cuna y de la que nunca renegó. Que fueran o no las cenizas originales o que una parte de ellas las retuviera el padre Julián, son cuestiones que es poco probable que se resuelvan algún día. Sólo los actores principales —en su mayoría, fallecidos— de este sainete póstumo, tan buñuelesco, conocen la verdad.

«[…] me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme a un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba».- Op. cit.

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«Calma»: Archivo personal


y… ahí está el chilindrón. Una fuente de barro vidriado color miel de monte, llena casi hasta el borde. Piezas de pollo reventando de dorado color, el color de los adobes a medio cocer. Escandalizando la ternura de la salsa, muda, asustada de verse retratada, el verde quemado y el rojo perdido de los pimientos que el fuego apaga y suaviza. Cerca, el porrón de vidrio verdinoso con los púrpuras del vino en su interior. Más atrás, sobre el color poniente de una ventana, un cántaro exuda una esperanza de frescor de pozo, de acequia, de manantial, venero que descubre misterios encendidos entre arenas y piedras de más abajo, mucho más abajo del camino y la mies. Yo pienso que Goya no se hubiera negado a pintar así mi chilindrón”.- Julio Alejandro.


Sobre el cojín bordado de petunias que cubre el asiento de anea del sillón, el libro abierto; no importa en qué página porque todas las que se suceden en Breviario de los chilindrones son troneras abiertas a paisajes, aromas y sabores tejidos en la memoria aragonesa del viajero, dramaturgo, guionista, novelista, poeta, profesor universitario, anticuario, decorador, director artístico, gastrónomo y marino que fue Julio Alejandro, el hombre que entendió y extendió el surrealismo buñueliano en los elaborados guiones de Abismos de pasión, Viridiana, Nazarin, Simón del desierto, Tristana y en la dirección artística de El ángel exterminador.


La vida de Julio Alejandro conforma un extenso e involuntario guión en una sucesión de imágenes cinematográficas que abarcan todos los géneros posibles. Ayudante del que fuera ministro de Marina y luego Presidente del Consejo de Ministros de la República, José Giral, fue perseguido por los dos bandos al estallar la guerra (in)civil y tuvo que huir a Francia ayudado por Indalecio Prieto. Posteriormente, en 1939, se traslada a Lisboa y después a Filipinas, donde será azuzado por japoneses y americanos. Operado de apendicitis, sin anestesia y en condiciones higiénicas espantosas, terminará internado en un campo de concentración bajo mando norteamericano; desde allí, y gracias a un visado proporcionado por el cónsul español, se enrola como friegaplatos en un barco y recala en EEUU para proseguir viaje a México, Chile y Argentina. Consigue regresar a España a finales de los cuarenta y estrena algunas exitosas obras teatrales que la crítica atribuye al entonces exiliado Alejandro Casona; desengañado, marcha a México donde, en 1953, se encuentra con Luis Buñuel, con el que trabajará en algunas de sus películas.


Llevan las palabras el ulular del viento del Moncayo que el cierzo de las sierras de Gratal y Guara celebran y acompañan mientras vuelan las nubes adiposas hasta la mar dilecta para depositar el eco entre las caracolas volteadas en el espumoso oleaje.

Huesca. Chimillas. Bulbuente. San Sebastián. Madrid. Alhucemas. Shangai. Toulouse. Lisboa. Manila. San Diego. Santiago de Chile. Buenos Aires. México. Jávea…  Geografía vital de azares, penurias, dichas, combates, pasiones, escrituras, amigos, regresos, reconocimientos, muerte.


Julio Alejandro Castro CardúsJulio Alejandro, para el mundo cinematográfico— nació en Huesca, el 27 de febrero de 1906. Apasionado de la poesía y el mar y reconocido como un extraordinario guionista cinematográfico  —labor a la que se dedicó en México durante 35 años—,  falleció en Jávea, el 22 de septiembre de 1995, en su casita frente al mar, mientras tomaba café y charlaba con sus amigos. “Soy aragonés y, por tanto, español; vivo en México, y por encima de todas esas cosas soy poeta; después, escritor de teatro; después, escritor de cine; después, escritor para televisión, y después, nada…”, dijo de sí mismo. Sus cenizas fueron esparcidas cerca del monasterio de Veruela, como era su deseo. Una de sus hermanas, la monja teresiana Carmen Castro Cardús  —nacida en Huesca, en 1910 y fallecida en Madrid en 1948—,  fue la directora de la prisión de mujeres de Ventas donde estuvieron encarceladas —hasta su fusilamiento, el 5 de agosto de 1939— las conocidas como Las Trece Rosas.



A Julio Castro
Desde las altas tierras donde nace
un largo río, de la triste Iberia,
del ancho promontorio de Occidente
—vasta lira, hacia el mar, de sol y piedra—,
con el milagro de tu verso, he visto
mi infancia marinera,
que yo también, de niño, ser quería
pastor de olas, capitán de estrellas.

[…]

Dios a tu copla y a tu barco guarde
seguro el ritmo, firmes las cuadernas,
y que del mar y del olvido triunfen,
poeta y capitán, nave y poema.

—Fragmentos del poema dedicado por Antonio Machado, su padrino literario, a Julio Alejandro

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«Claroscuros»: Archivo personal


En 1992 se estrenó, en la Filmoteca de Zaragoza, la película Carne de fieras, un ingenuo folletín cuyo metraje fue reconstruido y montado cincuenta y seis años después de su filmación, tras haber sido comprados los cuarenta y dos rollos originales en el Rastro madrileño por el coleccionista zaragozano Raúl Tartaj [*]. La película, filmada en Madrid entre el 16 de julio y el 26 de septiembre de 1936, estaba firmada por Armand Guerra, un cineasta anarquista de nombre real José María Estivalis Calvo, cuya obra y trayectoria vital fueron descubriéndose conforme los esforzados montadores, Ferrán Alberich y Ana Marquesán, avanzaban en la tarea.


José Estivalis falleció en una calle de París, el 10 de marzo de 1939, cuando, al parecer, se dirigía a una embajada a solicitar nuevos documentos de identidad  los suyos habían quedado atrás, entre España y los sucesivos campos de concentración franceses de los que escapó. La obra de este tipógrafo, traductor, escritor, conferenciante y cineasta que, por diversas fuentes, se cree fue prolífica, se perdió entre bombardeos, intolerancia, oscurantismo y miedo —su compañera, Isabel Anglada Sovelino, hizo desaparecer los escritos de Estivalis cuando los nazis ocuparon Francia—, quedando como única muestra de su quehacer cinematográfico la celulosa salvada de entre los estrambóticos objetos de un mercadillo.


Pero si la historia del rodaje  con la sublevación del 18 de julio de por medio—  y la aparición, tantos años después, de la película conforman una sucesión de situaciones rocambolescas  Armand continuó, pese a la guerra, con la película porque de ella dependía el sustento de varias personas—  no lo son menos las vicisitudes posteriores de las dos protagonistas femeninas del film que algunos tildan de maldito.

Tina de Jarque, bellezón moreno de la época y una de las vedettes más internacionales de la década de los años veinte, políglota, cantatriz, musa erótica y con distinguidas relaciones vía tálamo, desapareció misteriosamente en 1937. Cuéntase que, detenida por un grupo de anarquistas, convenció a uno de sus guardianes para huir juntos  y con un respetabilísimo botín en dinero y joyas—  siendo interceptados en Alicante, donde se les pierde la pista. Parece ser que, terminada la contienda, algún familiar presentó denuncia por su desaparición y posible asesinato a manos de milicianos anarquistas, pero, dada la personalidad poco convencional de la actriz para la instaurada moralidad posbélica, la Causa General archivó el caso y Tina de Jarque quedó en el olvido. Se cree que, acusada de robo y espionaje, fue fusilada junto a las personas que la acompañaban y enterrada anónimamente en el camposanto valenciano.

De otra de las protagonistas, la artista circense y actriz de varietés Marlène Grey, que encandiló y escandalizó al Madrid de preguerra con sus actuaciones desnuda, entre leones, en el Teatro Maravillas, se dice que murió en 1939 en Marsella a causa de las heridas que le produjo uno de los leones del show, circunstancia que contradice otra versión que la sitúa, con su espectáculo, en el Magreb, en las postrimerías de los años cuarenta.

Del resto del reparto y el equipo técnico se sabe que algunos, como Alfredo Corcuera, se exiliaron y otros tuvieron que rendir cuentas de su ideología al terminar la guerra, como el actor y cantante zaragozano Antonio Galán, el albaceteño Tomás Duch  director de fotografía que se vio obligado a trabajar en la década de los cuarenta, por caridad,  sin figurar en los títulos de crédito—  y el compositor Andrés Rojas, autor de la música original que, pese a no ser nunca grabada, fue reconstruida por el músico Pedro Navarrete a partir de las anotaciones y partituras del propio Rojas cedidas por sus herederos a la Filmoteca de Zaragoza. Pablo Álvarez Rubio, protagonista masculino de Carne de fieras e indiscutible galán en las proyecciones cinematográficas de la República, continuó trabajando tras la guerra, aunque en papeles muy reducidos. Falleció en 1983.

Del pequeño actor que interpretaba a Perragorda, el niño colillero de la película, jamás se supo.




ANEXO


NOTA

[*] Raúl Tartaj, que fue representante del cantante argentino Carlos Acuña y actor ocasional, llegó a atesorar 1.950 películas en su colección. Esos fondos cinematográficos, entre los que se encontraba Carne de fieras, los vendió, en 1991, a la Filmoteca de Zaragoza. Raúl Tartaj falleció en 2007.

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«Tertuliario»: Archivo personal


A finales de mayo se colocó su fotografía en el mural de la biblioteca del Centro de Cultura Popular, bajo el retrato de Soledad Puértolas. La adquisición de sus únicas tres obras publicadas fue un empeño personal de la señorita Valvanera, la vieja maestra, que en la charla introductoria a la tertulia sobre la polifacética artista, la presentó como «la Katharine Hepburn de la posguerra española«, en palabras de Francisco Nieva; una mujer alta y rubia, refinada, inquieta, cosmopolita, actriz, modelo de Balenciaga, pintora naïf, modelista, artesana y, en sus últimos años, escritora. Nacida en Zaragoza, en 1929, fue una niña avispada y creativa que, con pocos años, ayudaba a su madre a construir belenes artesanales, muy apreciados por quienes los compraban por la minuciosidad de los detalles. Sus inquietudes la llevaron a Madrid, donde su tesón y su llamativa belleza la encumbraron en el teatro. Fue amiga de Carmen Martín Gaite y novia de Alfonso Sastre; actriz de carácter y protagonista en el teatro, secundaria en el cine y casi de plantilla en las representaciones televisivas de Estudio 1, donde todavía se la recuerda dando credibilidad a los personajes que interpretaba. Era tan conocido, en el mundillo de la farándula, su peculiar gusto por la estética poco convencional que, en las escenas de la almodovariana Tacones lejanos en las que intervenía, la ambientación y el atrezzo se conformaron con objetos de su propia colección. Falleció en Madrid, con 69 fructíferos años. Su finca de Torrelaguna la legó a la Ciudad-Escuela de los Muchachos.

Se llamaba María Ostalé Visiedo, aunque era conocida por su nombre artístico, Mayrata O’Wisiedo.

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