«Sombras en la pared»: Archivo personal
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Los recuerdos que atesora del padre muerto lo conforman los artículos, cartas y libros que el celebrado autor dejó como legado —humilde y vago legado en aquel 1950, año de su muerte— en manos de su editor, en tanto la tuberculosis sitiaba sus últimas semanas de vida; lejos del hijo, de aquel hijo tan ansiado por Eileen, su esposa, y él mismo; aquel a quien, angustiados ante la imposibilidad de engendrar un hijo biológico, habían adoptado en 1944.
Aquel deseado bebé de cuatro semanas recibió el nombre de Richard. Richard Horatio Blair, hijo de Eileen Maud Blair, née O’Shaughnessy, y Eric Arthur Blair, conocido como George Orwell (1903-1950).
Cuando Richard apenas tenía un año, falleció Eileen a consecuencia de las complicaciones derivadas de una operación de histerectomía. Orwell, cuya salud ya era precaria, pasó a ocuparse de su hijo —ayudado por unos parientes— instalándose ambos en una granja de la isla de Jura, en Escocia, donde los recuerdos del Richard adulto le retrotraen a una infancia que él describe como “libre y maravillosa”, en contacto con la naturaleza y en compañía de un padre con el que compartía excursiones y cuya metodología pedagógica era la del aprendizaje a partir de los errores.
En 1949, tres meses antes de morir, Orwell contrajo matrimonio con Sonia Brownell, que se ocuparía del pequeño Richard y del legado de Orwell a la muerte del escritor. Pese al auge de la literatura orwelliana, ni Sonia Blair ni Richard, el hijo del escritor, gozarían de una economía saneada en los siguientes años. A la muerte de Sonia, en 1980, Richard se hizo cargo de todo lo concerniente a su padre, contando, posteriormente, con el apoyo de la Orwell Society, organización creada para promover el conocimiento del pensamiento y la obra del escritor.
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Los orwellianos que se acercan a las históricas trincheras del Saso de Loporzano y Tierz, tan cerca —ay, tan cerca, tan cerca— de aquella Huesca que las milicias republicanas del POUM soñaban con arrebatar, a sangre, fuego y muerte, de las zarpas de los involucionistas, no dejan de recordar aquella sugestiva ilusión, reflejada por Orwell en Homenaje a Cataluña, que impulsaba a aquellos hombres sucios, heridos, maltrechos:
«A cuatro kilómetros de nuestras nuevas trincheras, Huesca brillaba, pequeña y clara, como una ciudad de casa de muñecas. Meses atrás, cuando se tomó Siétamo, el general que mandaba las tropas del gobierno dijo alegremente:
—Mañana tomaremos café en Huesca.
No tardó en demostrarse que se equivocaba. Había habido sangrientos ataques, pero la ciudad no caía, y “mañana tomaremos café en Huesca” se había convertido en una broma habitual en todo el ejército. Si alguna vez vuelvo a España, no dejaré de tomar una taza de café en Huesca».
Orwell dejó España en 1937, con la ciudad de Huesca cerrada a sus anhelos. Setenta y ocho años después, el 17 de mayo de 2015, Richard Horatio Blair, su hijo, ingeniero jubilado con residencia en el condado de Warwickshire, entró en la ciudad abierta, pequeña, luminosa y, tal vez con el primer sorbo de café, volvió a ver a su padre, al padre siempre joven de su niñez en la granja de Escocia, y gritó su pensamiento: “Va por ti, papá. ¡Salud!”.