«Donde se desmorona el tiempo»: Archivo personal
Este verano uno de los entretenimientos de la gente mayor del Barrio ha sido dejarse caer por la espléndidamente reformada Casa Gregorio, cuya fachada, pintada de blanco y con el zócalo en verde lima, nada tiene que ver con la original, de agrietada piedra arenisca, donde vivió la siña Valentina hasta su muerte, en 1982, cuando le quedaban pocos días para cumplir ciento un años. El entierro de la siña Valentina fue de los más atípicos que se han conocido en la localidad; apenas asistieron personas ajenas a la familia de la difunta, en el último acto de un resarcimiento construído de vacíos y silencios que rodeó a la mujer desde el final de la guerra. Porque la siña Valentina, miliciana de la FAI que en la retaguardia de la contienda fue la encargada de suministros del hospital de campaña instalado en la iglesia del Barrio, se convirtió, con el estallido de la paz revanchista, en porfiada colaboradora del nuevo orden y en entusiasta señaladora de cuantos desafectos a la naciente dictadura conocía o imaginaba. Aquella precipitada conversión a la causa fascista de la antigua miliciana libertaria se tradujo en encarcelamientos, multas e incautaciones de bienes que afectaron a muchas familias del Barrio y alrededores; es cierto que no hubo fusilamientos —tampoco mientras las izquierdas gobernaron la localidad durante el conflicto bélico— pero el padecimiento por el (mal) trato recibido hizo germinar la aversión hacia quienes, por su cercanía, las gentes consideraron responsables de la sucesión de injusticias que las asfixiaba. Y Valentina, con su nada ejemplarizante proceder, terminó por convertirse en un fantasma que nadie parecía ver ni oír. Ese vacío prolongado en el tiempo no se extendió al resto de la familia de la siña Valentina —cuyo único hijo se casó con la hija de una de las pocas Casas que no habían sido perjudicadas por sus delaciones— concentrándose exclusivamente en ella, aunque con el devenir de los años las nuevas generaciones, que no habían sufrido las vicisitudes de sus mayores, despejaron el ambiente enrarecido devolviéndole los saludos corteses a la anciana, preguntándole educadamente por su salud y aceptando alguna de aquellas tartas de bizcocho con mermelada que ofrecía a los amigos de sus nietos. Sin embargo, ninguno de aquellos jóvenes —descendientes de las familias agraviadas— que mantenían excelentes relaciones con los nietos de la interfecta, acudieron al funeral ni, por supuesto, quisieron formar parte del exiguo cortejo fúnebre que recorrió andando, como manda la tradición, el Barrio llevando en procesión hasta el cementerio el féretro con los restos mortuorios de la siña Valentina.
Dicen que todas las guerras duran cien años, pero yo creo que las guerras civiles duran aun más, pues son necesarias varias generaciones para cerrar, de una en una, las heridas que dejaron.
En este caso concreto, cuando esta mujer murió apenas habían pasado siete años de la muerte de Franco y cuarenta y tres desde el fin de la guerra; es decir, aún vivían la mayoría de las personas perjudicadas por las acusaciones de Valentina y el resquemor se mantenía.
Bien librada salió si se limitaron a no acompañarla en su último viaje, pues merecía mayor castigo. Es bien triste que haya habido dos bandos enfrentados hasta ese punto, pero es peor que no consigamos pasar página porque haya demasiado dinero en juego, votos y luchas de poder que no benefician a las víctimas, sino a los listos de turno. Entiendo que haya quien todavía sienta dolor, pues es una herida profunda, pero si seguimos echando sal en ella nunca cicatrizará.
El castigo digamos que fue de índole moral: Le hicieron el vacío durante cuarenta años; para muchas de las familias del pueblo, esta señora había dejado de existir décadas antes de morir. Y aunque, según me han contado, Valentina intentó hacerse perdonar, sus buenas intenciones se toparon con un muro infranqueaible.
Normalmente a mayor edad del fallecido, menor es la cantidad de personas que acuden a un entierro o a un funeral, si además a esta persona se la consideraba tóxica, por mucho que quisiera hacerse perdonar, la mayoría de las familias no la perdonaba.
En los pueblos pequeños -al menos en el ámbito que conozco- es una costumbre arraigada asistir al funeral de los vecinos y vecinas de la localidad, de tal manera que todas las Casas, sin excepción, están representadas por varios miembros. Cuando, además, el difunto o difunta tiene nietos/nietas, hay también presencia juvenil. Es una norma no escrita pero, en general, respetada, salvo con la mencionada señora.
Creo que en esos años de posguerra era lo único que esos habitantes le podían infligir a Valentina sin que hubiera represalias. Después de tanto tiempo fue como aplicar más que venganza justicia poética.
Te deseo un buen fin de semana.
Abrazos.
No sé si fue justicia poética pero, sin duda, los años de Valentina entre sus convecinos y convecinas no serían muy gratos.
Buen comienzo con las criaturas y un abrazo fortísimo.
¿qué sentido tendrían los velorios y y funerales si se llenaran de gente sólo por el hecho de ser vecinos?
La memoria, siempre la memoria es la que manda.
Debo leer un poco más de la Guerra Civil Española, ya que también es parte de mi historia, y el motivo por el cual nací 40 años después en Argentina
Abrazo!
La memoria es el único parámetro para calibrar el presente y forjar el futuro y cada cual hace uso de ella a conveniencia. Tus abuelos españoles exiliados también quisieron renacer en un futuro nuevo, alejado de las convulsiones patrias. Afortunadamente, hallaron su cobijo en una nueva tierra, una nueva patria que es la de sus descendientes.
Otro abrazo.
Tus palabras van abrigando la historia, ellas cuentan pero no sentencian, y eso se agradece.
Porque al final somos nosotros quienes damos la interpretación y hacemos nuestro ese pedacito de historia, que aunque no vivimos en primera persona, sigue marcando muchas heridas ajenas que podemos sentir como propias.
Creo que no hubo mayor desprecio para esa señora, que no hacerle aprecio. Vivir sintiendo que nadie te «quiere ver» es un castigo silencioso y duro como la más pesada losa.
Un lujo leerte, como siempre.
Las personas mayores cuentan, en ocasiones, sus vivencias a modo de retales. Yo me limito a hilvanar los retazos, a contextualizarlos e intentar ponerme en el lugar de los intervinientes para que, pese a las lógicas licencias literarias y aderezos, se mantengan tanto la esencia de lo escuchado como los sentimientos percibidos de la persona dicente.
Gracias por esas buenas palabras.