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Empezando el día

«Empezando el día»: Archivo personal


J’écoute en soupirant la pluie qui ruisselle
frappant doucement sur mes carreaux…


Llama insistentemente la lluvia en los cristales y sus acuosos nudillos dejan un rastro de burbujas amorfas deslizantes que siluetea, del otro lado de la ventana, Agnès Hummel mientras canta, en intermitente sucesión de susurros, el viejo ritmo de Sylvie Vartan.

La sala de estar de la sexta planta del hospital huele al dulzón cappuccino recién derramado en el dispensador de la máquina expendedora de bebidas calientes. La veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio recoge pausadamente con un pañuelo de papel el líquido depositado en la rejilla; la señorita Valvanera lee a Max Blecher sentada junto a la mesa naranja próxima a la puerta.

Ocupando la pared coloreada en salmón y amarillo que se halla frente a la ventana en la que se apoya Agnès, el fragmento de un poema de Agustín García Calvo —en forma de caligrama mural, con los versos componiendo ondulaciones— engrandece el recogido espacio donde la aparente despreocupación enmascara la incertidumbre en tanto aguardan la reunión con el neumólogo.


Al otro lado del pasillo que recorren las auxiliares repartiendo las bandejas con el desayuno de los pacientes, yace, monitorizada en una habitación con visitas restringidas, la Hermana Marilís.

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"Reflejos sobre el Arno"

«Reflejos sobre el Arno»: Archivo personal


El resfriado le impide percibir el familiar y detestado olor hospitalario; quedan las medias sonrisas de las auxiliares, iguales en cada ocasión, la forzada cordialidad del cirujano y el incesante y silencioso devenir de acompañantes y pacientes por el linóleo del pasillo, apenas interrumpido por las camas rodantes que transportan seres acongojados o semidurmientes de la habitación al quirófano y viceversa.


Oiga, si vuelve a golpear al caballo nos bajamos y se queda sin cobrar.

El viejo caballo jaspeado de grises  acomoda el trotecillo a la marea turística que se desliza, cansina, hacia el Ponte Vecchio. Las aguas del Arno desprenden olor a podredumbre que se eleva y expande por sus orillas pero sin atreverse a ir más allá, como si un conglomerado de partículas ejerciera de barrera invisible a las emanaciones poco convenientes.

Sin abrir los ojos, consciente del sopor que conquista cada célula de su carne recostada, hace un esfuerzo para abrir al máximo las aletas de la nariz y aspira hasta el ahogo el aire del entorno cerrado. Nada.


…al fondo, calibrando desde la distancia atemporal las posibilidades de acertar el objetivo con su bíblica honda, el David permanece ajeno al círculo de interesados voyeurs que, con avidez admirativa, resiguen la perfecta curva del culo marmóreo y la calculada desproporción de las certeras manos a las que tanto debe la embellecida  -y embrutecida-  Historia Sagrada.

Otra inspiración profunda. Un conato de tos que le estremece momentáneamente los bronquios y de nuevo el oxígeno abriéndose paso por las vías respiratorias. Y en el aire que va y viene por el mapa oprimido de los alvéolos, el recuerdo de un olor. Un olor compacto, polvoriento, adherido a las mucosas. Y unas imágenes todavía entre tinieblas que van tomando forma en los segundos previos al despertar.


…ellos, los  Prigioni, turbulentos, vivos, palpitando entre el mármol sin pulir, pugnando por desprenderse de la materia mineral que los retiene, retorciéndose en imposible combate, con el polvo de su lucha suspendido en infinitas micropartículas ligeramente humedecidas por los quiméricos efluvios de sus carnes petrificadas.

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