«Lizer»: Archivo personal
Aguanta Lizer, el apacible poni, la prolongada sesión de cepillado a que lo somete Jenabou, animado por los puñados de zanahorias troceadas que la niña le acerca al hocico de vez en cuando. “Bien guapo has quedado, monín. Quietecito ahora, que te voy a leer una historia”, le dice, y cabecea el pequeño équido, como si la comprendiera, ante el libro de Ana Griott que la niña acerca hasta sus ojos, casi ocultos por el tupé de brillantes y largas crines.
Juaquín de [Casa] Foncillas compró el poni a unos feriantes que se lo ofrecieron a muy buen precio. En la documentación que le entregaron le calculaban a Melaza —que así se llamaba entonces— unos once años y óptimas condiciones de salud certificadas por un veterinario colegiado, aspecto este último que resultó no ser cierto porque, como sospechaba Juaquín y se comprobó días después mediante una ecografía, el animal sufría una fuerte tendinitis, nunca tratada, en las cuatro extremidades, amén de importantes insuficiencias vitamínicas.
Al abuelo Foncillas, el padre de Juaquín, no le gustó el poni, no por el dispendio ni el estado del animal, sino por lo inapropiado de mantener con la yeguada de monte a un equino que, por muy vistoso que fuera, no aportaba nada, según sus palabras, al negocio de la cría caballar. Así que Melaza, renombrado Lizer, se quedó en los establos como un exótico ejemplar al que los contratantes de excursiones por la montaña acariciaban pero que nadie, ni siquiera los niños, podía montar, prohibición de la que quedó exenta, años después, la hija de la veterinaria —la pequeña Jenabou—, nacida el mismo año de la llegada del poni al Barrio, y que goza de la prerrogativa de pasear sobre Lizer, que tiene ya veinte años, por las inmediaciones de los establos de la yeguada.
Discurre la mañana soleada; dormitan los mastines junto al vallado y pastan las yeguas, indolentes, en los islotes de hierba del prado que linda con la acequia; susurra la niña historias de erizos y leones y mece ligeramente la brisa las suaves guedejas de Lizer, inmóvil bajo la encina.
Bonita historia. Lizer y Jenabou: un solo corazón.
Abrazos Una mirada!
Los corazones laten al unísono porque, indudablemente, hay una sintonía fenomenal entre el caballo y la niña.
Más abrazos.
Yo quiero ser Lizer para que me cepillen el pelo y me cuenten historias. Buena tarde.
Te aseguro que llevarías una vida tranquila y gozosa, aunque puede que acabaras agotada de tanto mimo.
A disfrutar.
Bonita historia! 💙
Animal y criatura humana siempre forman un buen tándem.
Que tierno el caballito… Seguro que disfruta con el cepillado como si fueran caricias de la niña.
Ambos disfrutan; y las personas adultas que observan la escena, también.
Leyendo esta historia y en ocasiones cuando veo los caballos de Sarvisé (Huesca), sueltos sin silla ni cabezada, siento una enorme añoranza de mi época en Bailo con las yeguas y sus recríos, normalmente machos o mulas, que me atendían a una simple llamada, ya que siempre les tenía preparadas unos manojos de la hierba que a ellas más les gustaba.
No son sabios ni nada, los animales domésticos… Enseguida se adaptan a la persona que conoce sus necesidades y les brinda cuidados.
Qué tierno!!. Una historia muy bonita.
Solo leyéndolo una puede ver a la pequeña cepillando al poni y cómo le habla mientras le pone el libro delante para contarle. Y cómo el padre y el abuelo son testigos de la escena.
Me has puesto una sonrisa en la cara. Que dure, como mínimo una vida entera, momentos como ése.
Un abrazo, Una mirada…
Los dos señores no son el padre y el abuelo de la niña, sino dos personas que la aprecian mucho.
Y sí, son instantes que ponen color y esencia a los días.
Otro abrazo.
El nombre le va que ni pintado. No to es negocio, a veces hay que darse un capricho y un animal de compañía siempre es agradecido. Puede que no aporte dinero, pero nos da otras cosas igual de importantes.
Así es; y no dudes que el señor Foncillas ha acabado por admitir que ese poni del que renegaba le proporciona muchas satisfacciones.