«Cuillère d’automne»: Olga Valparaiso
La frágil vista de Silvestre -dos operaciones de cataratas en sus ávidos ojos lectores- recorre, con pausas para alimentarse de recuerdos, las quinientas treinta y cuatro páginas de “LA VOZ DEL OLVIDO”.- La Guerra Civil en Huesca y la Hoya, de José Mª Azpiroz Pascual.
Silvestre, que se confiesa simpatizante de Chunta Aragonesista, nació en Huesca, el 31 de diciembre de 1926, y fue inscrito en el Registro Civil como hijo de padre desconocido. La guerra y el amor hacia su madre, que jamás se preocupó, más allá de tenerlo cobijado en su misma casa, por aquel hijo fruto de unos cuantos días de pasión arrolladora que fenecieron con la misma prontitud que llegaron, marcarían su infancia y juventud.
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“Durante el cerco fascista a Siétamo yo entré y salí de allí varias veces, sin que los fascistas o los milicianos me hicieran ningún caso. Hacía de correo, porque nadie se fija en un crío que va de un sitio a otro. Una vez hasta viajé en un carro de combate miliciano, acompañando a Companys, que estuvo en el pueblo”, recuerda. “Éste, el segundo de la esquina, soy yo”, asegura, señalando, en el reproductor de imágenes del ordenador, una fotografía de Agustí Centelles que recoge la visita de Lluís Companys, presidente de la Generalitat de Cataluña, al Frente de Aragón. Junto al gobernante catalán y los republicanos que recorren con él la villa oscense, aparecen, a la derecha de la imagen, unos chiquillos entre los que se encuentra el propio Silvestre, según se confirmó al cotejar el rostro del muchachito de la imagen histórica con otra fotografía realizada por esas mismas fechas y que forma parte de su archivo personal.
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“Antes de la guerra, cuando las elecciones, un conocido de mi madre nos dijo a mis amigos y a mí que nos daría un real si cogíamos las papeletas de derechas y las quemábamos, así que las cogimos todas, de izquierdas y de derechas, y, sin hacer distingos, les prendimos fuego. Un real era un real… Pero mi madre se enteró y me dio una zurra por quemar las que no debía. Entonces no tenía claro quiénes eran unos y quiénes los otros. Me acuerdo que, ya en la guerra, unos milicianos iban a matar al cartero, que me parecía un buen hombre, así que fui corriendo y me abracé a él para que no le dispararan. Pero me soltaron a la fuerza y allí mismo le dieron un tiro. Nunca he sabido el motivo de esa muerte”.
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“Cuando terminó la guerra hubo una buena escabechina. A mi madre la metieron presa y fue condenada a muerte, y buena culpa tuvo el cura Playán, al que mi madre le pegó una hostia porque le echó mano al pecho en el confesionario de la iglesia”.
En el libro de Azpiroz se señala que la madre de Silvestre, a la que se le conmutó la condena a muerte por varios años de peregrinación carcelaria que inició en Saturrarán, “regentaba el centro de izquierdas” de Siétamo. De Marcelino Playán, el cura, se recoge que “era un extraordinario cazador a disposición de los rebeldes desde el primer momento […], que cuando se incorporó a su parroquia, en marzo de 1938, delató e hizo informes negativos de muchos vecinos, llegando incluso a obligar a sus feligreses a cantar el Cara al Sol después de la misa dominical”.
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Silvestre coloca el libro sobre la mesita del salón, guarda con parsimonia las gafas en su funda verde y frota suavemente sus cansados ojos con un pañuelo. Suspira.
Una lágrima rebelde ha escapado a la represión del pañuelo y resbala, lentamente, por la mejilla izquierda.
EPÍLOGO
En Siétamo, donde silba el viento por la Calle Alta que hasta hace apenas cuatro años se llamó del General Franco, deambulan los recuerdos del niño Silvestre, a quien don Pepe, el buen maestro, daba caramelos mentolados y galletitas de avena que sacaba de una cajita de latón con un gatito azulado pintado sobre la tapa. José Bispe, el maestro añorado por el ahora octogenario, falleció, por maltrato y desnutrición, en la cárcel de Torrero, finalizada ya la incivil guerra.
Sube el cierzo por la Calle Alta y serpentea hasta las ruinas del Castillo del Conde de Aranda donde, para vergüenza de la historia y oprobio de los asesinados y represaliados, se yergue, inmune, un monumento a mayor gloria de los vencedores de la Guerra (In)civil, con sendas proclamas de José Antonio Primo de Rivera y Franco cinceladas en los frontales. “Forma parte de la historia de la villa”, dice, indiferente, una mujer de mediana edad que pasea a un perro diminuto entre las piedras del castillo desmantelado. “Siempre ha estado allí. ¿A usted le molesta? ¿Qué le importa a usted…? Usted no es de aquí”. Y entonces el visitante comprende por qué Silvestre jamás regresó al pueblo donde pasó parte de su niñez.
Qué espanto para un niño, soportar la tragedia de la guerra. Debió de ser terrible presenciar el fusilamiento del cartero. En la mercería, teníamos a una clienta, que era muda pero oía. Mi madre me dijo que era debido a la impresión que se llevó, al ver como se llevaban a su padre, camino del pelotón de fusilamiento.
Saludos.
Resulta impactante, sí, escuchar los relatos de los sobrevivientes de esa tragedia porque sus voces hacen que el/la oyente se sumerja en unas vivencias que jamás un libro de historia podrá transmitir con tal torrente de emotividad.
Más saludos.
Con la muralla y el torreón que se ven desde la carretera el castillo parece otra cosica. No he estado nunca dentro del pueblo y me dejas de una pieza con lo que cuentas sobre ese casetón franquista de la foto. Una buena piqueta y se acabó el asunto.
Mis respetos a Silvestre y a toda la gente de Siétamo que se les debe poner mal cuerpo a la vista de esos «recuerdos» de piedra del pasado.
Salud.
La verdad es que entre las escasas piedras que quedan del ahora inexistente castillo, la construcción con el arco y la cruz, tan impecables entre ruinas, llama la atención. Y cuando te acercas, miras atentamente y descubres las inscripciones y los firmantes de las mismas, has de sacudir la cabeza varias veces hasta comprender que no, que no lo has imaginado, que están allí… Claro que también en la fachada de la iglesia del pueblo hay una losa presidida por un yugo y unas flechas donde están inscritos los nombres de los «Caídos por Dios y por España».
Saludos, Fer.
Espero que Silvestre te siga y a traves de ti quiero mostrarle la infinita emoción y ternura que me produce su historia y agradecimiento al contarla
….y decirle que sólo por personas como el, vale la pena vivir.
Un abrazo muy fuerte Silvestre.
corazon
Muchas gracias por tus sentidas palabras, compañera/compañero. Se las daré a leer a Silvestre que, a buen seguro, sabrá valorarlas como merecen y responderá a tu virtual abrazo con idéntica fortaleza.
Mi cordialidad para ti en su nombre y en el mío.