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Posts Tagged ‘Monegros’

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«…y enseñorearás la tierra»: Archivo personal


Pese a que la temperatura sigue siendo baja, apenas quedan restos de hielo en el asfalto y, desaparecida la niebla, la conducción resulta fácil. En menos de treinta y cinco minutos están en el comedor de Pili desayunando por segunda vez mientras Calatrava, el marido, sentado en el sofá, se aplica en la documentación que le han entregado con el resultado de la última revisión de la granja y las mejoras que ha de llevar a cabo para su tramitación definitiva. “Pero no me vais a multar, ¿no?”, pregunta. “No, hombre. Nosotros no multamos. Solo comprobamos las instalaciones y el estado de los animales. Tú limítate a cumplir los protocolos que te hemos indicado para que en la próxima inspección esté todo conforme”, le explica Manuel Antonio.

La pareja lleva alrededor de año y medio con la granja de bovino, adquirida a la misma vez que la casa y el terreno por un precio ventajoso debido a las prisas del anterior propietario y su esposa, carentes de hijos, por acogerse a una jubilación libre de cargas  en la Residencia para Mayores de Grañén. “Muchos días pienso que todo esto nos queda grande, pero era o invertir aquí o seguir en el paro y con la edad de mi marido no era plan”, confiesa Pili, que es enfermera en el Centro de Salud Comarcal. “Bueno, todo es ponerse”, la anima la veterinaria. “Lo importante era que os adaptaseis y lo habéis conseguido, y mira que el campo y la ganadería son duros…” La mujer se empeña en enseñarles la casa, a la que no han tenido que hacer reforma alguna. Como la mayoría de las viviendas de este y el resto de pueblos de colonización de las comarcas de la Hoya y Monegros, es de planta única y cediendo una gran parte de los metros cuadrados habitables al patio y al corral, dividido este en un jardín, pequeño pero coqueto, y un gallinero.

Visto un pueblo, vistos todos. El arquitecto que los ideó no tuvo que pensar mucho. Todos estos pueblos de colonización son iguales, lo mismo las casas que las escuelas y las iglesias”, dice la mujer cuando acompaña a los visitantes hasta el coche. “A mí no me lo tienes que contar, que me crié en uno con el mismo diseño que este. Mis padres fueron de los primeros colonos en llegar. Les dieron un lote de casa, huerto y un par de mulas y arreando… Bueno, les dieron, no, que lo tuvieron que ir pagando poco a poco. Ni agua corriente ni luz ni más retrete que el corral había cuando nos instalamos… Así que ya ves si conozco el paño”, se sincera Manuel Antonio. “¿Pero tus padres son andaluces o extremeños, de los que trajeron para repoblar…?”, pregunta Pili, sorprendida. “Qué va. Montañeses. Tuvieron que salir a escape del pueblo porque se iba a construir un pantano y los convencieron para que se instalaran en el secarral de Monegros, trabajando una tierra dura y llena de salitre y rezando para que crecieran los pinos de alrededor, porque no había quien aguantara el calor. Ni una puta acequia había entonces. Ahora, en cambio, esto casi es el paraíso”.


Cuando se alejan de la casa, quita la veterinaria una mano del volante y palmea la espalda de su compañero: “A Pili la has dejado alucinada. Creo que hasta te ponía ojitos porque no se imaginaba que también eras ruralita y, encima, de la casta de los colonos”. “Anda, tira para el bar de Martina que como conduces tú me voy a arrear un par de cervezas y, si se tercia, un chupito de lo que sea”.





ANEXO

  1. Instituto Nacional de Colonización.
  2. Pueblos de colonización en los Monegros.

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«Con la primera luz del día»: Archivo personal


Enlazan con el desvío a velocidad moderada, con la lección de prudencia bien aprendida desde aquella vez que, acelerados, acabaron con las dos ruedas delanteras del Land Rover lamidas por las aguas rebosantes del canal y el susto crepitándoles en los esternones. Cuando Pablo, el de la grúa, los remolcó hasta el taller de Ventura y marcharon al bar porque el mecánico les dijo que aquello era “poca cosa y en un par de horas os lo dejo listo”, la socarronería lugareña acompañó a los pinchos de tortilla y los cafés que Martina, la dueña, no les cobró, tal vez compadecida del pitorreo de que fueron objeto. Tardaron más de medio año en volver a pisar el bar de Martina, el mismo tiempo que estuvieron evitando el camino del canal, pero no hubo más remedio que retomarlo cuando la carretera comarcal estuvo en obras hasta bien entrado el otoño y el desvío del canal, con el asfalto fulgurante e inseguro de las primeras heladas, se convirtió en el único paso viable para acceder a las distintas granjas que les correspondía visitar.


A las siete y seis de la mañana, con la luz natural aún entre tinieblas, recalan en el bar de Martina cuando la mujer acaba de encender la cafetera y las luces interiores. “Si tenéis tiempo, voy a freír unos buñuelos y os los pongo para que os los llevéis”, les dice. Buena gente, Martina; más cerca de los sesenta que de los cincuenta, desparejada, afable y muy trabajadora. La mujer de Andrés, el tozinaire [1], les contó que Martina anduvo ennoviada cerca de quince años con uno del pueblo, “el más gandul de la redolada”, les explicaba, al que ella terminó dando puerta “y andan los dos solteros, cada uno en su casa, ella muy apañada con el bar y a él bien se le vale de su cuñada, que le hace la comida y le lava la ropa, inútil de él”. Y todo ello lo recitaba, como si nada, mientras Manuel-Antonio, chapoteando en mierda, sujetaba como podía a una cerda descomunal a la que la veterinaria palpaba las ubres, bulbosas e infectadas, sin que la escena, nada propicia para confidencias, detuviera el parloteo de la mujer.


Regresan a la carretera con el aroma anisado de los buñuelos impregnando agradablemente el vehículo y el escarceo de la lluvia, finísima, apenas dejando huella en el parabrisas. A un lado y otro del camino, los campos de cultivo, frutos del empeño por convertir el desierto en inusitado vergel, alternan con achaparradas ripas [2], farallones de arenisca, secarrales pedregosos y pequeños agrupamientos de sabinas albares que, en época romana, eran tan abundantes y oscurecían tanto el paisaje que estas tierras, presididas por la sierra de Alcubierre, fueron llamadas Montes Negros, entorno, en el siglo XIX, de las correrías de Mariano Gavín Suñén, el bandido Cucaracha, realidad transformada en mito, héroe de los monegrinos pobres y terror de los pudientes, idealizado robinhood de este territorio estepario donde se rodaron Jamón, jamón y La marcha verde, y en el que, a menos de diez kilómetros del desvío del canal por donde transita el Land Rover, se levantan, entre dunas, jaimas bereberes junto a las que pasean, indolentes, cuatro o cinco camellos para alborozo de los turistas.







NOTAS
[1] En arag., criador de cerdos.
[2] En arag., cerro terroso.

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