«Casa deshabitada»: Archivo personal
Durante varias décadas agonizó, en las afueras del Barrio, Casa Justes. Cuando murió la señora Natividad, dueña y última moradora, sus hijas, residentes en Lérida, apenas ocuparon el hogar familiar algún verano, espaciándose con el tiempo las visitas vacacionales hasta que la casa, desatendida, fue deteriorándose sin remedio y los legítimos propietarios, nietos de Natividad, solo asomaron por el pueblo para la firma de los documentos de expropiación forzosa que condenaban a Casa Justes a ser engullida por el nuevo trazado carretero que circunvalaría el Barrio, mejorando el desvío hacia la carretera general. Únicamente la ya crecida chiquillería que, a escondidas de los adultos, había convertido aquellas estancias arrumbadas en espacios de juego, se dolió cuando hombres y máquinas echaron abajo aquellos muros desconchados, protectores de los secretos infantiles.
Aquella casa deshabitada, a la que la dejadez y los estragos del tiempo le habían arrebatado el abolengo, atraía a la chavalería inquieta con su faz de casona misteriosa. Gimoteaba, combado, el piso inestable de las habitaciones de la segunda planta; crujía la tambaleante barandilla de madera de las escaleras, acribillada de agujeros abandonados tiempo atrás por la carcoma; refulgía, iluminado de lleno por el Sol que entraba por la ventana, el moho verdoso adherido al corrugado del lavadero de piedra de la cocina y se escuchaba, sin necesidad de aguzar el oído, el trajín de los ratones —¿o serían ratas…?— tras las puertecillas deformadas de las alacenas del comedor.
A veces, la casa mostraba su enojo con los pequeños intrusos humanos, como cuando se hundió la parte central del suelo de la buhardilla y uno de los chiquillos, que jugaba a ser un caballero galopando sobre un reclinatorio desfondado con el pasamanos carcomido, se precipitó por la abertura aterrizando, entre escombros, en la alcoba inferior. Aquel percance, en un tris de convertirse en tragedia, no tuvo más consecuencias que un boquete en el techo, magulladuras localizadas en rostro, brazos y piernas del accidentado y el espanto dibujado en las caras del resto, que corrieron escaleras abajo temerosos de encontrar al compañero de juegos despanzurrado y barruntando la reacción de los adultos cuando se enteraran.
En los meses que siguieron, las criaturas limitaron los juegos a la planta baja de Casa Justes y al espacio exterior donde estuvo el corral. No volvieron a aventurarse por los pisos superiores ni trascendió fuera de aquellas paredes lo sucedido en el desván.
Diez años después, la casa fue demolida.
Por desgracia, creo tras el éxodo rural a las ciudades de los años 50, 60 y parte de los 70, más de una una casa ha tenido el mismo final. Los pueblos vacíos, las casas en el suelo o solas. Así de triste.
salud.
Cierto. El éxodo rural ha impactado gravemente en los pueblos. Algunos se han convertido en despoblados y otros luchan día a día para mantener la poca población que queda y evitar el cierre de las escuelas.
Salud.
Me atraen mucho las casas abandonadas, también he jugado de pequeña en una de ellas.
Lástima la demolición de Casa Justes, remodelada hubiera quedado bonita.
Lo has narrado muy bien.
Las casas abandonadas son atrayentes y despiertan ese punto de curiosidad por las vidas ajenas que llevamos dentro. Es triste que las casas se vacíen; hay quienes las conservan aunque solo las habiten a temporadas, pero no todas las personas tienen esa disposición para mantener una segunda vivienda.
Y que bien nos lo pasábamos dentro de algún edificio abandonado, sin pensar en los riesgos que corríamos, por supuesto si ocurría algo sin que hubiera una desgracia, nos encogíamos de hombros y estábamos una temporada sin entrar en ella, luego volvíamos a las andadas.
Y qué bien te lo sabes… A esas edades, más que en el peligro, solo se piensa en la posibilidad de que te pillen, pero incluso ante eso, pueden más la curiosidad y el espiritu aventurero.
Es una pena que tuviera que ser demolida, pues tenía un diseño gracioso, con ese arco y zaguán tan grande de entrada. Y estoy tratando de recordar si en mi infancia hubo alguna casa abandonada de estas, pero creo que no, que mi barrio se había construido unos años antes de la guerra y las casas que sufrieron deterioros por los bombardeos ya las habían arreglado para poder habitarlas. Había casas más antiguas dentro de las huertas de los alrededores, pero estas huertas estaban cercadas y vigiladas y no teníamos acceso a ellas. (Excepto cuando saltábamos las cercas y lo pasábamos mal. Pero eso ya es otra historia…)
La fotografía no es de Casa Justes, de la que hace años que no queda rastro, sino de un despoblado oscense llamado Escartín, pero el diseño de la casa demolida era muy similar. Así que también tú hiciste tus pinitos invadiendo propiedades ajenas… Supongo que en una población grande es más difícil entrar y salir sigilosamente de edificios abandonados sin que nadie lo advierta, pero es una actividad muy atractiva cuando se tienen pocos años y de cualquier lugar se hace campo de juegos.
En realidad, en las casas no entrábamos porque estaban habitadas, sino que saltábamos la cerca de la huerta para coger panochas*, pero con muy poco éxito, pues siempre nos descubrían los perros y el vigilante y había que salir por piernas.
* Mazorcas
En mi zona, a las mazorcas se las llama panochas y pinochas, mientras que se utiiza la palabra panizo para referirse al maíz.
Ya te imagino corriendo a ritmo olímpico…
Pura curiosidad: ¿Es mucho preguntar que has borrado en la parte de abajo de la foto?
Esta fotografía forma parte de un lote que se envió a Aragón Televisión con sus correspondientes marcas de agua. Y son estas últimas las que se hallan disimuladas debajo de las manchas.
Gracias por la aclaración…
Ya ves que no tenía gran misterio.
Es curioso porque mucho lo que cuentas lo he vivido de niño en la fábrica de chocolates Matías López de El Escorial, que estaba abandonada y era el objetivo de las pandillas de amigos, la explorábamos esperando encontrar algún “tesoro” y corriendo los mismos riesgos que detallas, de hecho, alguno tuvo que ser atendido en el hospital por alguna caída o corte. Obvio que nuestros padres no querían que fuésemos, pero era igualmente obvio que la atracción misteriosa era mayor. Yo era de los pequeños, pero a veces nos juntábamos allí un montón de chavales y adolescentes, de distintas edades y todos de buen rollo. Los más mayores aprovechaban para escapar por esos recovecos y robar un beso a la chica que les gustaba. Cuando derrumbaron los restos del edificio, nos llevamos un gran disgusto. Al poco tiempo comenzó a elevarse un bloque de apartamentos veraniegos. He disfrutado mucho con la lectura. Un abrazo.
Qué buen lugar el que nombras, con esas reminiscencias golosas que incluso os harían oler el inexistente chocolate… Hay lugares hechos ex profeso para que el espiritu aventurero de la gente menuda tenga sentido, y es curioso que, cuando se llega a la adultez, se recuerdan con agrado esas incursiones que tan buenos e imaginativos ratos llevaron consigo, de tal manera que hasta los huesos rotos y los puntos de sutura, una vez pasado el mal rato, se señalaban a lxs compañerxs con cierto orgullo. Siempre digo que, por fortuna, fuimos criaturas de calle que descubrimos el mundo que nos rodeaba sin necesidad de asomarnos a una pantalla, mordisqueando el bocata de la merienda mientras ideábamos la antepenúltima trastada.
Cordialidades.
¡Qué aventura era introducirse en la casa abandonada del barrio! Recuerdo haber entrado a varias, y de una de las cuáles rescatamos -el verbo es apropiado- varias tortugas que quizás no hubiesen sobrevivido hasta el recambio de habitantes.
Eran otras épocas, hoy por seguridad la mayoría de los niños ya no juegan en la calle ni se meten en casas ajenas sin pedir permiso. Un niño Frodo de hoy podría decir «al menos mi infancia tiene internet»
Abrazotes!
Son niñeces distintas que se amoldan a los tiempos y que interactúan con lo que tienen a mano, y aunque aquella niñez nuestra parece más asalvajada, había mucha inocencia en aquellas incursiones y por ello se recuerdan con gozo.
Cordialidades.
Algo tienen las casas antiguas y abandonas, que llaman poderosamente mi atención.
Las miro y las remiro, me planto delante de ellas y me pregunto cómo fue vivir en su interior, qué sentimientos nacieron en sus paredes y qué sensaciones vivieron quienes la habitaron por hogar.
También juego a imaginar qué siente las paredes ahora abandonadas, solitarias y sin vida que insuflar.O cómo vivieron la llegada de esos niños curiosos y valientes con sus risas y ecos de felicidad.
Hay cosas (y casas) que nunca se debería derribar, porque son algo más que muros y piedra. Son historia y son vida, recuerdos, testigos mudos de la vida que pasó y que puede continuar. Siempre.
Gracias, Una mirada….de corazón.
Abrazote!!
Has descrito a la perfección los sentimientos que afloran cuando, ya como personas adultas, se observa o visita un edificio abandonado o, todavía más, un pueblo sin moradores, con las casas vacías y las calles conquistadas por la vegetación. Es un panorama que duele y ante el que es imposible no conmoverse ni hacer cábalas sobre esas vidas que un día quedaron en suspenso.
Gracias a ti, estimada mía.
Otro abrazo grande.
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