«Ramón J. Sender. Los Ángeles, 1968»: Carlos Fontseré
A finales de los años setenta, el nombre de Ramón J. Sender (1901-1982) comenzó a sonar como Nobel de Literatura en puertas. Su extraordinaria dedicación literaria, su buen hacer y los distintos géneros que abarcaba su extensa producción tenían la solvencia suficiente para que su candidatura lograra alzarse con el premio más importante del panorama literario mundial. No era, según parece, un reconocimiento que le importara mucho al escritor exiliado, e incluso había llegado a afirmar que “los aragoneses no pedimos aquello que no deseamos”.
En mayo de 1979, a raíz de un simposio sobre la figura de Sender que se celebró en Nueva York, José Alcalá —aragonés, como el propio Sender—, integrante del Spanish Institute neoyorkino, propuso presentar al ilustre transterrado como candidato al premio literario de la Academia Sueca, esta vez con los parabienes del propio Sender que, abrumado por los aplausos de los participantes en el simposio, expresó que “no hace falta que me lo den los suecos porque me lo acaban de dar ustedes y eso me basta, pero, si me lo dan, destinaré su importe en efectivo a los dos pueblos de mi infancia, Chalamera y Alcolea, para que sus chicos tengan mejores escuelas que las que había en mi tiempo”.
A la propuesta de José Alcalá, que se hizo efectiva por escrito, se sumaron cuatrocientos profesores del continente americano, el gobierno de Aragón, las Diputaciones Provinciales de Zaragoza, Huesca y Teruel, junto a sus Ayuntamientos, y la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, no así el organismo que más podía influir en la concesión del premio, porque la Academia de la Lengua Española no solo no se adhirió a la petición sino que mantuvo un silencio tan indiferente que devino en despreciativo, anulando con ello cualquier posibilidad de que el autor aragonés recibiera el galardón internacional. La campaña de desprestigio contra Sender, iniciada tiempo atrás por Camilo José Cela (1916-2002), había dado sus frutos.
En 1974, cinco años antes de que la Academia negara su apoyo a la candidatura de Sender al Nobel, el intrigante Cela había invitado al literato aragonés a su casa de Mallorca. Pese a las pocas simpatías que le tenía al autor gallego —a quien en alguna ocasión se había referido como “el idiota ese”—, Ramón J. Sender había aceptado para intentar negociar la publicación de las novelas que no habían pasado la censura española, conocedor como era de la influencia de Cela en el mercado literario español y su cercanía a los tejemanejes del poder franquista. Ignoraba Sender, poseedor de un carácter brusco pero alejado de cualquier maquinación, que se le había preparado una vulgar encerrona, una bien tejida tela de araña en la que haría las veces de mosca.
La trampa contra Sender, de la que ya le habían advertido algunas voces amigas sin que el aragonés les diera crédito, se llevó a cabo con luz y taquígrafos, en una cena donde, además del invitado y su acompañante, se hallaban presentes Rosario Conde, entonces esposa de Cela, él mismo, conocidos de ambos escritores, dos o tres editores y algunos periodistas. El método fue sencillo. Bastaba con llenar continuamente la copa de Sender —que era asmático, estaba medicado y había tenido problemas con el alcohol— en brindis muy bien calculados, e ir derivando la conversación hacia aquellos vericuetos que harían aflorar el carácter iracundo de Ramón J. Sender, como así sucedió, montándose una gresca que, según había planeado Cela, trascendió a todos los círculos literarios y políticos del país y que el mismo Sender relataría, quitándole importancia, a la poetisa Julia Uceda:
«Lo de Cela fue un incidente idiota. Estábamos en la mesa unas quince personas, discutíamos de política, y él dijo: ‘Ojalá entren cuanto antes en Madrid los tanques rusos’. Yo le dije:
—Entraron ya en 1936 y los recibí yo, ¿y sabes lo que nos trajeron? Nos trajeron a Franco, a quien tú pediste humildemente que te nombrara delator de la policía. De la policía que mató a mi mujer y a mi hermano.
Luego tiré el mantel hacia arriba y volaron platos, floreros, cirios, hubo duchas de caldo gallego para casi todos los invitados y la pobre y anciana mujer de Cela se desmayó. Es lo único que sentí. Cela vino hacia mí y le dije:
—Cuidado, porque voy a romperte la cabeza y no tienes otra.
Era ya de noche y me fui a dormir. Al día siguiente me fui al hotel Valparaíso que, por cierto, es estupendo.
Yo había ido a su casa porque me lo había pedido de rodillas aquí, en San Diego.
En definitiva, no fue nada. Yo, pasado el incidente, no le tengo inquina y supongo que él tampoco. En todo caso, me da lo mismo».
Pero la inquina, pese a negarla Sender, fue mutua, y de aquel incidente, cuidadosamente programado, haría uso Camilo José Cela para boicotear cualquier acercamiento de Sender a un premio, el Nobel, al que Cela aspiraba ya entonces y que podía retrasarse o no llegarle nunca si otro escritor de origen español se alzaba con el mismo. Su labor de zapa fue tan exitosa que no solo consiguió que la Academia Española de la Lengua denegara su apoyo a la candidatura de Sender sino que, por fin, en 1989, Camilo José Cela —renombrado escritor, censor puntilloso al servicio del fascismo, experto en expeler ventosidades y en absorber por vía anal varios litros de agua— fue galardonado con el premio Nobel de Literatura.