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«Donde sangran las amapolas»: Archivo personal


En una entrevista concedida al Heraldo de Aragón en 2002, le explicaba Ildefonso-Manuel Gil (1912-2003) a Antón Castro cómo y por qué había nacido su novela Concierto al atardecer [reeditada en 2023], en la que, a través de Alonso, protagonista y alter ego, el escritor evoca, con cierto sentimiento de culpa por ser uno de los sobrevivientes, a los compañeros con los que compartió encarcelamiento, horror y desesperanza en el Seminario de Teruel, transformado en presidio, aquel durísimo invierno de 1937, que solo se diferenció de los terribles meses anteriores en el rigor climático.

Había abrazado a muchos amigos, más de veinte, y había despedido a un centenar de hombres que pensaban que iban a trasladarlos a otra cárcel y los llevaban a fusilar. Eso fue verdaderamente horrible y superarlo me costó una vida entera. Padecía pesadillas por las noches, le confesaba a su entrevistador. Y recordaba que en ese lugar sufrió el horror, el hambre, notabas los dolores en el estómago. Te pegaban, aunque tampoco eran palizas. Vivías en la incertidumbre del pánico. Adquirí el compromiso personal, conmigo mismo y con la memoria de los caídos, de decir lo que ellos no habían podido decir. Así nació mi novela… Además, se producía un hecho espeluznante: los que lo sabíamos estábamos comprometidos a mantener la moral de los que creían que la saca era un traslado de cárcel y no un viaje hacia la muerte. Imposible el olvido.



A VOSOTROS,

mis amigos de cárcel, compañeros de estupor y del espanto,
muchos de cuyo nombre no me acuerdo o nunca lo he sabido,
rostros que se presentan un instante y quizás se confunden,
ojos puestos bajo distinta frente,
una voz de su boca enajenada,
un gesto desprendido de qué manos
o apenas simplemente un estar en silencio…

otros viviendo fuera de su muerte en mi memoria intactos,
Joaquín Muñoz, Segura, Vilatela,
el médico Barea y Francisco Lafuente
y Vázquez y Morales, Pedro Gálvez,
los Tablones, los Chanos y Victorio y el chato de las minas
y aquél ¿cómo era aquél? y el otro, el otro, el otro…

lívidas tardes, madrugadas lívidas,
el terror gota a gota, fuente, arroyuelo, río
desbordándose oculto por los nervios,
un tiempo sin relojes, largas horas brevísimas
y el corazón en tempestad tan aquietado…

hace treinta y cuatro años en estas mismas horas
en que sin convocarnos me venís a los versos,
tuvimos la más honda hermandad, compañeros
sentados a la puerta del alma para esperar la muerte,
el sacrificio inútil mas la esperanza cierta…

estas palabras mías que empezaron a andar sin yo saberlo
hace treinta y cuatro años cuando juntos
hicimos la antesala de la muerte
y estuvieron andando en el estrépito de cañones y músicas triunfales,
hurtándose a exquisitas vigilancias y anatemas feroces,
a la debilidad y al desaliento de tan gastados días,
os las devuelvo ahora,
las desando,
pronunciando en voz alta vuestros nombres
que desde lejanías de espacio y tiempo vuelven a aquel instante mismo
y estoy junto a vosotros aguardando la lista,
qué guijarro tan hondo cayendo en el silencio de cada nombre,
qué tirón de los ojos a los ojos amigos,
qué soledad desamparada quedándose detrás a cada paso,
apretadas las manos sobre el temblor de otras lejanas manos
quizás tan confiadas en el lecho tarado por la ausencia,
y os vuelvo a ver y quiero
ser absolutamente fiel a mi mirada,
os veo ir al encuentro de la muerte sabiendo
que no hay sedas que cubran la desnudez del crimen.

—Poema de Ildefonso-Manuel Gil contenido en el libro De persona a persona, publicado en 1971—



Tras su excarcelación, Ildefonso-Manuel Gil, que había estudiado Derecho, se doctoró en Filosofía y Letras y se concentró en la Literatura y en esas clases que daba, casi de tapadillo, en centros de enseñanza privados  —como el colegio Santo Tomás de los Labordeta, que acogía a muchos enseñantes aragoneses depurados por el franquismo—  para sacar adelante a su recién formada familia (se casó, en 1943, con Pilar Carasol Torralba, alumna suya de bachillerato en el colegio Santo Tomás) que iba aumentando poco a poco. ¿Su ilusión? Ser catedrático de Literatura, pero para ello debía firmar el exigido certificado de adhesión al Movimiento. Me acordaba de los amigos a los que había dado un abrazo porque los iban a asesinar, y… ¿cómo iba yo a hacer una adhesión a Franco?.

En 1962, sabiendo que su negativa a avalar la dictadura le impediría acceder a la ansiada cátedra, se trasladó con Pilar y sus hijos a Estados Unidos, donde nacería la menor de sus cinco retoños. Allí, lejos de España y con un contrato de docente universitario bajo el brazo, pudo empezar a redactar su sobrecogedora novela Concierto al atardecer, que llevaba casi treinta años gestándose en su mente y tardó otros treinta en ser publicada.

Entremedias, este vate, honesto y fiel a sus ideales —que prefería ser llamado poeta de la Generación de la República y no de la que se ha terminado denominando Generación de 1936, por tratarse, decía, de un año nefasto en la historia de España— ejerció de profesor de Literatura Española en la Rutgers University y dio conferencias y lecciones magistrales en centros universitarios de Estados Unidos y Canadá, sin dejar jamás de lado el motor de su vida, la escritura, actividad a la que siguió dedicándose también, con su puntilloso y reconocido estilo, a su regreso a España en 1985 y hasta su muerte en 2003.

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«Irrealidad»: Archivo personal

 

«A veces he tenido la sospecha bastante fundada de estar asistiendo a la vida desde el margen».
RAMÓN J. SENDER (1901-1982)


Al otro lado de la claridad que retiene el estor, rigen las sombras y Cecilia Bartoli, cuya voz repiquetea en las estanterías metálicas relucientes donde dormita Ramón J. Sender bajo las presencias oníricas de sus amigos suicidas. Sobre la mesa, Nocturno de los 14, con las páginas, que un día fueron blancas, rebosantes de notas —apenas legibles— escritas a lápiz y los cantos de las cubiertas desgastados. No hay un solo libro de Sender en la habitación que resista una somera evaluación en pulcritud; todos añosos, manoseados, subrayados, con un exagerado número de marcadores asomando como cornamentas entre las hojas que los años apelmazaron dejando rastros de olor a polvo comprimido.

Rodean los muertos voluntarios de Nocturno de los 14 al autor exiliado. Tose el antaño ácrata y después comunista, Pepe Díaz, haciendo oscilar el único rayo luminoso —apenas un hilillo— que ha logrado atravesar la tupida barrera que opaca la cristalera, dejando un diminuto punto lechoso en el rostro doliente del periodista granadino Fabián Vidal, ciego ya, asido del brazo de un Hemingway sobrio que expone su visión de la España de anteguerra al antifascista judío Ernst Toller, mientras el historiador Ramón Iglesias departe con la diputada y ministra laborista Ellen Wilkinson y el poeta Max Jiménez.

Crepita el tiempo. O tal vez crujen las páginas escritas por el viejo y agotado Sender, abarrotadas de vocablos las ringleras entre las que los muertos por propia mano arrastran el fardo de sus pretéritas existencias, escabulléndose de la escritura automática del novelista que quiso reunirlos y trotando, en desconcierto total, de un párrafo a otro del ejemplar raboseado.

Cuando la mezzosoprano Bartoli emprende el Lascia ch’io pianga…, suspira el espectro del literato. “El acto de humildad absoluta del hombre es el suicidio”, murmura Sender. Y se encogen de hombros los ilustres congregados que, desbaratadas sus vidas, buscaron alivio consumando sus propias muertes.

 

La idea del suicidio no asusta en nuestro tiempo a nadie, creo yo, pero en mi caso confieso que no podría arrojarme como Virginia Woolf a un río cenagoso para morir asfixiado por el barro ni tampoco podría colgarme como Gerardo de Nerval. La mejor manera es tal vez el anhídrido carbónico del coche. Cuatro metros de tubo de goma o de plástico para conducir los gases al interior, bien cerradito. Con eso no se molesta a nadie. En el mismo coche pueden llevar el cuerpo al crematorio después de comprobar que uno se ha dado la muerte voluntariamente y sin coacción ni violencia ajena […].
Pero por el momento no hay que pensar en tal cosa. Demasiada gente esperando y deseando que uno reviente. Esta última consideración es la que pesa más por el lado del buen sentido. No hay que dar alegrías demasiado súbitas a nuestros enemigos —yo amo a los míos— porque eso puede hacer subir peligrosamente su presión arterial. Y a la edad que tienen (más o menos, la mía) es malsano.
Ramón J. Sender. Fragmento del Capítulo cero de Nocturno de los 14.

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