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Posts Tagged ‘Panticosa’

«Ibones de Pondiellos desde la cima del Garmo Negro»: Archivo personal

 

Con los primeros destellos del alba, aparcan los vehículos en el Balneario de Panticosa y se encaminan al acceso que, si se cumple lo planeado, después de tres horas y media y 3.068 metros de ascensión, culminará en la cúspide del Garmo Negro. Son siete; Jenabou, de quince años, la más joven; Chorche, con sesenta y dos, el más veterano.

 

Jürgen, rebautizado como Chorche en los pueblos de la sierra de Guara, llegó a Alquézar, mochila a la espalda, recién cumplidos los veinte años, desde la parte danesa de Hamburgo, su ciudad natal. Era entonces un muchacho alto y flaco, con cabellera rubia y ojos grises que la luz convertía en acerados. Venía, dijo en un castellano rudimentario, a pasar quince días de vacaciones y… allí sigue cuarenta y dos años después. Comenzó ayudando a los guías de montaña y, en pocos años, se transformó, a su vez, en uno de los expertos más reputados de la sierra. Y en Alquézar, Guara y los Pirineos echó sus raíces perdiendo casi por completo su acento alemán y asimilando el deje aragonés.

 

Los pies ribetean las horas y los jadeos son los únicos que rompen el silencio. A tramos, brazos y piernas aúnan esfuerzos y el frío inicial se convierte en sudor. Agobian las sudaderas y cortavientos y se adhieren a la piel los calcetines mojados dentro de las botas. Queda atrás, muy abajo, el bosque que atravesaron con trotes briosos y solo las rocas, pardas y agrisadas, y algunos neveros diseminados acompañan la cada vez más empinada ruta con 1.400 metros de desnivel. Los pulmones demandan una sobredosis de oxígeno y la marcha se ralentiza, pero la testarudez se impone al cansancio y, cuando Chorche acelera el ritmo, el resto lo imita. ¡No más de veinte minutos para hacer cumbre!, grita, sin el menor síntoma de cansancio, desde una cornisa en la que él y Jenabou se han repantigado aguardando al grupo. Los cuerpos, se diría que alados, reaccionan y se impulsan ahítos de adrenalina. Nadie mira atrás. Trepan con la vista al frente y las fuerzas renacidas. Y una sonrisa se dibuja en la faz sudorosa de la veterinaria que se ocupa de la a salud de los gatos del Barrio cuando, veinticinco minutos después, escucha, a escasos metros por encima de ella, los gritos de Jenabou: ¡Te he vencido, Garmo!. Luego, cuando los siete se congregan en la cima del Garmo Negro, el éxtasis: A unos metros, las aguas en azul turquí de los ibones de Pondielllos, rodeados de los gigantescos tresmiles; abajo, el valle de Tena, espléndido, edénico, cautivador.

 

Pasadas las tres y media de la tarde, ya en Sallent de Gallego, donde la señora María Luisa les aguardaba con una apetitosa cazuelada de revuelto de morcilla [FOTO], Jenabou comentó, emocionada y con la arrogancia que da la adolescencia, que el Garmo Negro solo era el primero de los muchos tresmiles que pensaba ascender antes de dedicarse a los ochomiles. Este tresmil era el menos complicado, Jen —señaló Chorche—. No creas que los siguientes te darán facilidades. Te los tendrás que sudar como no imaginas. ¿Los ochomiles…? Mejor no poner el techo muy alto y empezar por los montes que tienes más a mano, ¿no te parece?.

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«Dedo de Yenefrito»: Archivo personal


Pasan once minutos de las ocho y media de la mañana y el peculiar Tren de Alta Montaña El Sarrio inicia la ascensión de la pista forestal que conducirá a los once pasajeros, distribuidos en los dos vagones abiertos, de Panticosa al valle de la Ripera. “Es una pasada, mamá. Antes pensaba que el mejor tren de montaña era el de Artouste, pero me encanta este”, se entusiasma Jenabou, a la que el madrugón  —lleva en danza desde las cinco y media de la mañana—  no parece haberle afectado. El tractor reconvertido en locomotora serpentea lentamente por el camino de tierra, salvando el desnivel de más de mil quinientos metros de altitud, mientras se revela a los ojos del fascinado grupo un entorno resguardado de las ansias aniquiladoras humanas. Pura naturaleza del Pirineo axial, con espectaculares formaciones magmáticas a cuyos pies se extiende una frondosa flora donde los tímidos sarrios, junto a corzos y nutrias fluviales, tienen su edénico hogar.

Jenabou mira a su alrededor con ojos brillantes, palmotea, señala, conjetura qué animales observarán, ocultos en las vaguadas, el traqueteo del tren, y agradece el día soleado y con escasas nubes que le permite abarcar con la vista tan excepcional paisaje. Tras cincuenta y cuatro minutos de maravilloso recorrido, el tren arriba a las bifurcaciones senderistas que parten de la Ripera, un valle de origen glaciar en el que hace millones de años tuvo lugar una legendaria batalla entre los gigantes pétreos que, en la actualidad, inmóviles, presiden y dominan Panticosa y sus alrededores.


Cuenta la leyenda que, cuando las montañas pirenaicas tenían vida, dos familias de gigantes rocosos que se erguían sobre el balneario de Panticosa se disputaban el gobierno del lugar. La del Garmo Negro, que pasaba de los tres mil metros de altura, pretendía que la del Garmo Blanco, que no llegaba a esas dimensiones, acatara las órdenes de quien lo rebasaba en alzada, en contencioso que provocaba continuos rifirrafes de los que ni una familia ni otra salía victoriosa. Y aconteció que Argualas, hija menor del Garmo Negro, y Yenefrito, primogénito del Garmo Blanco, se enamoraron y decidieron huir al Rincón del Verde, en el valle de la Ripera, para vivir su amor lejos del enfrentamiento de sus parientes. Cuando la familia del Garmo Negro descubrió la defección de Argualas, marchó en su busca para darle su merecido a Yenefrito, en cuya defensa acudió la familia del Garmo Blanco. La batalla entre ambas familias fue pavorosa, como lo prueba la geomorfología actual del valle de la Ripera. La superioridad del Garmo Negro decantó la victoria y Yenefrito cayó herido de muerte. Antes de fenecer sepultado por la furia pétrea rival y, todavía agonizante en brazos de su amada Argualas, le prometió a esta que la esperaría siempre, alzando uno de sus dedos como símbolo del voto realizado. Y cuando los colosos de piedra perdieron la facultad de la vida y el movimiento, en Panticosa quedaron —montañas majestuosas e inertes para la eternidad— el Garmo Negro, Argualas y el Garmo Blanco. Y en el valle de la Ripera, el dedo de Yenefrito sobresaliendo de su propio túmulo.


Apeados del tren en el corazón del valle de la Ripera, les aguardan, todavía, algo más de cuatro horas de ruta pedestre en desnivel sinuoso, con el pico Tendeñera vigilando los pasos humanos y su coquetuela cascada haciendo de avanzadilla visual de todos los tesoros con los que toparse, entre ellos, el propio dedo de Yenefrito, cuyo avistamiento agiliza la marcha de Jenabou junto a un eufórico “¡Ya lo veo, mamá! ¡Ahí está Yenefrito!”. “Eh, eh, ve con cuidado, que te puedes resbalar y caer por la escarpadura”, le previene su madre. “Es grandioso, mamá, y aunque su historia sea un cuento chino yo me imagino su corazón debajo de mis pies, latiendo una chispita con el recuerdo de Argualas”. “Cuando volvamos hacia Panticosa, te señalaré dónde está el pico Argualas”, le dice Étienne. “¿Pero existe un pico Argualas?”, pregunta, sorprendida, la niña. “Por supuesto. Igual que existen los dos picos Garmos. Ahora los veremos”.

Hacen una parada en el ibón de Catieras y dan cuenta de los bocadillos que portaban en las mochilas mientras va agrisándose el cielo y se ven obligados a emprender el regreso a Panticosa entre pequeñas rachas de aire que vaticinan la llegada de la tormenta. La meteorología parece compadecerse de los andarines porque, pese a la amenazante tonalidad del cielo, la tromba de agua y granizo no se desata hasta que llegan al aparcamiento donde, a primera hora de la mañana, dejaron el coche.




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