«Tentempié II»: Archivo personal
Van remitiendo la falsa calima que se cebó con la sierra y el inequívoco olor a hoguera que el domingo alertaron al vecindario de diferentes localidades en la creencia de que se trataba de un incendio en cualquiera de los bosques que festonean la retaguardia pirenaica. “Quién nos iba a dar que la fumera venía de Canadá, como si ese país estuviera nada más cruzar el paso de cebra”, comenta Toñín mientras deposita los zumos de naranja en la mesa donde aguardan Étienne y la veterinaria que se ocupa de la salud de los gatos del Barrio, acomodados allí desde las ocho menos veinticinco de la mañana, aun antes de terminar de levantar el buenazo de Toñín la persiana metálica del establecimiento. “¿Pero eso es normal?”, insiste. “Joder, que hay una porrada de millas de océano entre Norteamérica y nosotros…”. “No te mates la cabeza, que aunque no sea lo normal tampoco es la primera vez que ocurre cuando por allá se les descontrolan los incendios. Igual que llegan los vientos, arrastran el humo por el mismo camino, y es inocuo, te lo digo yo. Está a demasiada altitud para influir en la calidad del aire. Además, el cielo ya no se ve turbio y el olor a humo es pura aprensión”.
Poco a poco se ocupan las mesas vacías de la terraza y, tras un guiño y una sonrisa, se desentiende el solícito barista de sus dos madrugadores clientes para desplazar su humanidad —uno noventa y cinco de alto y volumen de luchador de sumo, que lo aproximan más a un Toñón que a un Toñín— hasta los parroquianos recién sentados.


