«Espiral del tiempo»: Archivo personal
El 10 de julio de 1878, Sindulfo García, sabio zaragozano de unos cincuenta años y doctor en Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, presentó ante eminencias científicas de todo el mundo congregadas en la Exposición Universal de París, su inmensa, extraordinaria y revolucionaria máquina calculada para volar hacia atrás en el tiempo, expuesta, para la admiración del gentío, en el Campo de Marte y dispuesta, a mayor gloria de la ciencia y del propio don Sindulfo, para emprender inmediatamente tan novedosa gesta.
Así se resumen los primeros capítulos de El Anacronópete [*], una extraña, humorística e interesante novela —con ilustraciones de Francisco Gómez Soler—, que empezó esbozándose como zarzuela, salida de la imaginación y la ironía de Enrique Gaspar, un diplomático y escritor que, sin proponérselo, se convirtió con esta novela en el precursor de las exitosas obras de ciencia-ficción Mirando hacia atrás 2000-1887, de E. Bellamy, publicada en 1888, y La máquina del Tiempo, de H.G. Wells, publicada en 1895.
La obra de Gaspar, cuyo primer borrador terminó en 1881, pretendía, en principio, ser un libreto musical en tres actos, pero la imposibilidad de encontrar un espacio lo suficientemente amplio para su representación, obligó al autor a mantenerla dentro de la narrativa, dividiéndola en veinte capítulos y publicándola como novela, con escaso éxito, en 1887.
En medio de una multitud expectante ante el prodigio que se avecinaba, don Sindulfo y sus acompañantes (su ayudante Benjamín, su sobrina Clarita, la criada de la joven, un grupo de meretrices comisionadas por el Ayuntamiento parisino para que el retroceso en el tiempo las regenerara moralmente y, como polizones, Luis, Capitán de Húsares enamorado de Clarita, y sus diecisiete compañeros de armas) se instalaron en el Anacronópete y “no habría transcurrido un cuarto de hora, cuando un murmullo de dos millones de almas onduló en el espacio. El Anacronópete se elevaba con la majestad de un montgolfier. Nadie aplaudía, porque no había mano que no estuviese provista de algún aparato óptico; pero el entusiasmo se traducía en ese silencio más penetrante que el ruido mismo. Llegado a la zona en que debía tener lugar el viaje, el monstruo, reducido al tamaño de un astro, se paró como si se orientara. De repente estalló un grito en la multitud. Aquel punto, bañado por un sol canicular, había desaparecido en el firmamento con la brusca rapidez con que la estrella errática pasa a nuestros ojos de la luz a las tinieblas.”
Tetuán, 1860; Granada, 1492; Rávena, 696; China Imperial, 220; destrucción de Pompeya; el diluvio; el Génesis… Los navegantes iban y venían por la historia sin que la aceleración temporal hiciera mella en sus organismos merced al fluido que, en previsión de males mayores, les había hecho tomar don Sindulfo, y que evitaba que sus cuerpos involucionaran, salvo en el caso de las mujeres de vida alegre, a las que no se había suministrado el elixir; cuarentonas al subirse en la máquina del tiempo, se convirtieron, en uno de los regresos de repostaje a París, en jovencitas impúberes que ni siquiera fueron reconocidas por sus clientes habituales.
Pero conforme el Anacronópete marchaba, incólume, hacia el Principio de los Tiempos, se destacaba la locura del sabio zaragozano que, enamorado secretamente de su sobrina Clarita, buscaba un lugar donde a las mujeres no se les concediera su voluntad y así matrimoniar con la jovencita, obsesión que le arrebató las últimas luces apurando hasta la debacle aquella máquina que con tanto esfuerzo y mimo había creado.
No quiso Enrique Gaspar que sus lectores quedaran con un regusto amargo tras la explosión final del Anacronópete y convirtió en sueño de don Sindulfo García —mientras asistía a una representación teatral de una obra de Julio Verne— las aventuras relatadas y la máquina misma, para que triunfara el amor entre Clarita y el Capitán de Húsares.
[*] «El Anacronópete, que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: Ana, que significa hacia atrás; crono, el tiempo, y petes, el que vuela, justificando así su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra —si tiene con qué aquel día— y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón al amanecer en las playas de la virgen América. Su motor es la electricidad, fluido al que la ciencia no había podido hacer viajar aún sin conductores por más que estuviese cerca de conseguirlo —y que yo he logrado someter dominando su velocidad—. Es decir, que lo mismo puedo dar en un segundo, como locomoción media, dos vueltas al mundo con mi aparato, que hacerlo andar a paso de carreta, subirlo, bajarlo o pararlo en seco». Cap. III, pág. 27.
NOTA
Edición revisada de un artículo publicado en esta bitácora el día 3 de enero de 2018.