«Nature 7»: José Luis Ávila Herrera
En la orilla umbría del barranco, al otro lado de la explanada donde el abuelo Lájos trabajaba los cañizos, ponían sus huevos las gallinas —bordes, las adjetivaban sin afán peyorativo, para distinguirlas de aquellas que desarrollaban su ciclo vital en los corrales interiores—.
La chiquillería romaní, que correteaba libremente entre las autocaravanas coloristas y los enhiestos juncos de la ribera, controlaba las idas y venidas de las aves e incursionaba en aquel mágico huerto de huevos blancos y rojizos antes de que la confiada dueña de las gallinas se acercara al improvisado nidal con un cestillo de aros metálicos en el que, compungida, depositaba no más de dos o tres huevos que, más por precaución que por olvido, habían quedado sobre el humedal.
Por la tarde, bajo las lonas que mitigaban el sol desparramado en la explanada, se oía el presuroso choque de las cucharillas en los tazones de porcelana desportillada y, después, el silencio, mientras la grey infantil daba buena cuenta de las deliciosas yemas batidas y parcamente azucaradas.
Susurra el cierzo templado por el Sol entre las trasplantadas oliveras de la antigua explanada que mira, alcatifada de hierba y oleácea floresta, al viejo barranco de asilvestrada vegetación donde tricotan las arañas viscosos cortinajes polvorientos sobre los exuberantes barzales.
Hace muchos años solía comer yemas crudas batidas con azúcar, antes de que se diera al alarma de provocar salmonelosis y otras infecciones. Se me ha hecho la boca agua al leerte.
Saludos.
JBernal
Entonces se tomaban con deleite. Yema batida, yema en la leche, hasta yema en la sopa… Los años galopan y las precauciones sanitarias varían determinadas costumbres alimentarias.
Un saludo.
Qué pillos, «más por precaución que por olvido», claro así al menos dejaban algunos huevos para que la confiada dueña tuviera algo que llevar a la cesta.
Qué bien saben estos relatos que a una le transportan a la niñez, a los recuerdos, aunque no iguales sí similares.
Y es que la niñez, el paso del tiempo, los pueblos y sus personajes, con estos relatos nos llenan mucho.
Gracias.
Un abrazote.
De hecho, coger alguno de aquellos huevos en suelo de nadie casi era una tradición, se fuera o no romaní; aquellas yemas azucaradas sabían mejor que las tomadas con la aquiescencia materna… Niñeces de otros tiempos que parecen tan, tan lejanos pero que se recuerdan con cariño aunque incluso el paisaje haya ido variando.
Otro abrazo.
Me resultan muy pintorescas estas descripciones tuyas de los gitanos, pues «mis» gitanos, los de Granada, no han sido nunca trashumantes. Nunca se han movido de su Sacromonte, hasta que el hundimiento de las cuevas un invierno lluvioso, hizo que los trasladaran a barrios prefabricados, de donde volvieron en cuanto pudieron… los que pudieron. Ahora, sus descendientes, viven en la Zona Norte y se han degradado por sembrar y trapichear la droga, hasta el punto que los mayores abominan de los más jóvenes, porque ya no conservan sus tradiciones ni los respetan.
Esta amplia familia gitana tampoco era trashumante; solo itineraban por cuestiones laborales. Los hombres adultos realizaban las tareas agrícolas de temporada en diferentes fincas de varios pueblos y, a finales de primavera, traían a sus familias para estar todos juntos, aparcando sus autocaravanas, muy bien acondicionadas, en una explanada que tenía toma de luz. Ahí terminaba su pintoresquismo.
Quería poner un vídeo en el que se veía un huerto en Monterrubio (Segovia) en el que se veían unas 20 gallinas alimentadas ecológicamente y daban sus buenos huevos, pero el vídeo me ha desparecido.
Por supuesto no dejaba ninguno, la mayoría eran para el consumo propio, el resto los vendía a los habitantes del pueblo, ahora no se que habrá pasado con esas gallinas, lo tendré que preguntar.
En los pueblos donde la gente tiene sus propias gallinas, la vida de estas es apacible, alimentándose de manera natural, como se ha hecho siempre; todo ello repercute en la calidad de los huevos, que tienen la textura exterior más reforzada y oscura y, en su interior la clásica yema de color amarillo -no naranja, como ocurre con los huevos de granja-.
Esas veinte gallinas que dices, si tienen un buen espacio, serán unas reinonas y sus huevos, inmejorables.
¿Queda algún vestigio de esos tiempos y costumbres? Porque más bien parece que la vida moderna se lo haya llevado todo cual riada impetuosa. Cómo cambian los tiempos de unos niños y otros.
La estampa que aquí se describe se remonta a más de veinticinco años atrás, que no son tantos años pero sí los suficientes para que se hayan producido cambios en el entorno, las personas y determinadas costumbres.
Vuelvo con mi abuela. Ante cualquier desgana o falta de apetito ella siempre recomendaba las yemas batidas con azúcar . En cuento al relato tiene un punto mágico, no tan lejano, pero visto ahora, así lo siento. Había magia en ese mundo de las carretas, los gitanos…Sera que me hago mayor. Un saludo
La niñez tiene esa dosis de magia que se revaloriza conforme nos hacemos mayores e interpretamos los recuerdos de entonces, con las omnipresentes yayas reinando en ellos.
Salud.
A esas yemas batidas con azúcar, mi madre les llamaba ponche y, para los adultos, se les añadía un poco de coñac
Por esta zona, se echaban yemas, ahora no sé si al coñac o al vino caliente, como remedio para la gripe y los resfriados.
Sí, porque se decía que el coñac hacía sudar y, con eso, se echaba fuera el resfriado.
Y tanto que haría sudar.
Bonita estampa.
Gracias por verla así.