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AveiroCanal

«Barcos moliceiros en Aveiro (Portugal)»: Archivo personal

 

Grândola, vila morena, terra da fraternidade…

Ya no existe en Aveiro la casa donde nació Zeca Afonso (1929-1987), poeta y cantor cuya Grândola, radiada a la hora convenida, fue santo y seña de la esperanzada Portugal aquel 25 de abril de 1974 en el que los floridos ramos blancos y rojos repartidos en Lisboa por la ciudadana Celeste Caeiro, entre los soldados subidos a camiones y tanques, convertirían para la historia aquel ilusionante golpe de Estado en Revolución de los Claveles, que puso fin a cuarenta y ocho años de dictadura.

Escucharon y tararearon tantas veces la canción el 14 de agosto de 2024, en la ruta de Oporto a Aveiro, que Jenabou memorizó la letra y fue desgranándola, flojito, entre los canales aveirenses que recorrió el barco moliceiro al que se subieron y en el paseo a pie por Costa Nova, donde los Palheiros —las antiguas casitas a rayas de colores de los pescadores, transformadas en casas de vacaciones [FOTO], [FOTO]— parecieron avivar sus azules, sus rojos, sus amarillos, sus verdes, al compás de las estrofas entonadas a capella que, después, a la salida del restaurante donde les sirvieron un insuperable bacalhau com natas, volvería a cantar, con acompañamiento de guitarras, uniéndose a unos espontáneos lisboetas a quienes hizo gracia la adolescente española homenajeando el suceso que marcó la democratización de un país cincuenta años atrás.

 

—Que nos embalen Aveiro, que nos la llevamos completa —bromeaba Yoly cuando abandonaban la ciudad.
—Eso, eso —jaleaba Marís—. Hasta las viñetas erótico-sexistas que decoran los moliceiros.
—Mujer, que no todas las viñetas eran eróticas o sexistas, que las había históricas y hasta alguna religiosa —puntualizaba Loren.

 

Que nos embalen Aveiro… Desde los puentes [FOTO], [FOTO] que cruzan los canales y la estatua de A Salineira —que recuerda a las mujeres aveirenses que transportaban la sal y las algas en sacos y canastos—, hasta el espectacular campus universitario y los motivos marinos del empedrado de las callejas.

Que nos embalen Aveiro… Desde las exquisitas tripas y los deliciosos ovos moles —de los que compraron casi un cargamento—, hasta los magníficos edificios Art Déco y Modernistas que se hicieron construir las familias portuguesas enriquecidas en Brasil y que jalonan, imponentes, la rúa principal. Pero, sobre todo, la luz, esa luminosidad y el vibrante colorido que no posee la elegante Venecia con la que la comparan.

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«Barcos rabelos en el río Douro/Duero (Oporto)»: Archivo personal


Vuelve mi pensamiento a tus aguas, Douro. Timonean mis ideas —entreveradas con briznas de la Castilla machadiana— asidas a las inmersas carenas calafateadas de los tradicionales rabelos que te surcan y me remolcan, otra vez, hacia la ciudad azulejada [FOTO] que refleja su historia en tus orillas.

Asciendo de tu cauce y serpenteo —calado e invisible— por tu amada Oporto; la remonto y sobrevuelo y me grita ¡Cuidado! la imponente y granítica Torre de los Clérigos, con su engallado barroquismo [FOTO] seduciendo catervas de turistas que invaden las rúas y se aglomeran a las puertas de la Librería Lello. La librería más hermosa del mundo, me susurra tu limo, secundándome en la búsqueda de un resquicio por el que traspasar la fachada [FOTO] y sermoneándome, a la vez, por no haber reservado el preceptivo boleto de visita turística.

Lo siento, lo siento, me disculpo, revoloteando, aturdido, entre chillidos de cerrojos de la antigua cárcel de la ciudad, construida en el siglo XVIII y cancelada tras la Revolución de los Claveles para transformarse en Centro Portugués de Fotografía. ¡Pardillo!, me gritan las celosías que aún guardan, bajo la capa de herrumbre, las huellas de los últimos cautivos [FOTO].

Desde el Palacio de la Bolsa [FOTO], me arrastra la brisa hasta el puente de don Luis I donde tú, Douro, me aguardas, me empapas en abrazos y me refriegas los poros. Se despide el limo dejando tras de sí un penetrante olor a cieno antiguo que danza prendido del oxígeno al compás de mi ¡Hasta siempre, Douro! ¡Volveré!, murmurado a novecientos sesenta y cuatro kilómetros de distancia.

Pero no hay respuesta. Solo el brillo burlón del Sol de la tarde aragonesa reinando sobre el césped sediento del jardín trasero.

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«Nazaré (Portugal)»: Archivo personal


Aunque la mayoría de las crónicas dan como probable la muerte de Rodrigo, último rey hispanovisigodo, en la batalla de Guadalete  —derrotadas sus tropas por las de Táriq Ibn Ziyad, general bereber de los ejércitos Omeyas—, una leyenda sobre la fundación de la villa costera de Nazaré, en Portugal, afirma que el vencido Rodrigo huyó al monasterio de Cauliana, cerca de Mérida, desde el que viajó al litoral luso en compañía de un monje que portaba una imagen policromada de la Virgen María amamantando a su hijo. Esta imagen, dicen, había sido venerada por los primeros cristianos en Nazaret, localidad natal de María, y transportada a España.

En Portugal, siglos antes de convertirse el macrocomplejo católico de Fátima en el mayor centro mariano, la talla religiosa junto a la que escaparon del avance musulmán el rey  Rodrigo y el fraile, convertida en Nossa Senhora da Nazaré [FOTO] y popularmente venerada —primero en una ermita y después en un  santuario— aglutinaba fervores, milagros y peregrinaciones, conformándose no lejos de la cueva donde fue encontrada —junto con un pergamino que relataba sus vicisitudes y, por extensión, las del derrotado Rodrigo, del que ya no se supo— un pueblo de pescadores, tranquilo y de sencillas casitas blancas extendiéndose hacia el mar por la pendiente de un promontorio, que, de un día para otro y entrado ya el siglo XXI, se transformó en villa turística de surfistas y asimilados merced a la existencia de un profundo desfiladero submarino que provoca gigantescas olas que concitan a practicantes de surf y espectadores en la Praia do Norte y sus proximidades.


Languidece la tarde y aplaca el oleaje sus arrebatos diurnos. Va vaciándose la playa y, en el barrio de los pescadores, recogen con diligencia las mujeres nazarenses los jureles  —carapaus, les dicen—  medio secos que han permanecido tendidos al sol sobre redes tensadas en paneles rectangulares de madera; muy demandados por turistas y autóctonos, terminarán cocinándose a la parrilla para degustarlos con patata cocida, aceite y vinagre.

La noche del arenal transporta en su brisa aromas a carapaus, a sal y, según la dirección, a combustible. Con la fatiga y el sueño adueñándose de cuerpos y mentes, contemplan los visitantes, una vez más, el océano y regresan a la iluminada calle de la villa donde el humilde hotelito, con dos viejas tablas de surf descoloridas plantadas, como reclamo decorativo, junto a la entrada, les certifica —por boca de la gentil recepcionista— un reconfortante descanso.

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