«Barcos rabelos en el río Douro/Duero (Oporto)»: Archivo personal
Vuelve mi pensamiento a tus aguas, Douro. Timonean mis ideas —entreveradas con briznas de la Castilla machadiana— asidas a las inmersas carenas calafateadas de los tradicionales rabelos que te surcan y me remolcan, otra vez, hacia la ciudad azulejada [FOTO] que refleja su historia en tus orillas.
Asciendo de tu cauce y serpenteo —calado e invisible— por tu amada Oporto; la remonto y sobrevuelo y me grita ¡Cuidado! la imponente y granítica Torre de los Clérigos, con su engallado barroquismo [FOTO] seduciendo catervas de turistas que invaden las rúas y se aglomeran a las puertas de la Librería Lello. La librería más hermosa del mundo, me susurra tu limo, secundándome en la búsqueda de un resquicio por el que traspasar la fachada [FOTO] y sermoneándome, a la vez, por no haber reservado el preceptivo boleto de visita turística.
Lo siento, lo siento, me disculpo, revoloteando, aturdido, entre chillidos de cerrojos de la antigua cárcel de la ciudad, construida en el siglo XVIII y cancelada tras la Revolución de los Claveles para transformarse en Centro Portugués de Fotografía. ¡Pardillo!, me gritan las celosías que aún guardan, bajo la capa de herrumbre, las huellas de los últimos cautivos [FOTO].
Desde el Palacio de la Bolsa [FOTO], me arrastra la brisa hasta el puente de don Luis I donde tú, Douro, me aguardas, me empapas en abrazos y me refriegas los poros. Se despide el limo dejando tras de sí un penetrante olor a cieno antiguo que danza prendido del oxígeno al compás de mi ¡Hasta siempre, Douro! ¡Volveré!, murmurado a novecientos sesenta y cuatro kilómetros de distancia.
Pero no hay respuesta. Solo el brillo burlón del Sol de la tarde aragonesa reinando sobre el césped sediento del jardín trasero.


