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«Nazaré (Portugal)»: Archivo personal


Aunque la mayoría de las crónicas dan como probable la muerte de Rodrigo, último rey hispanovisigodo, en la batalla de Guadalete  —derrotadas sus tropas por las de Táriq Ibn Ziyad, general bereber de los ejércitos Omeyas—, una leyenda sobre la fundación de la villa costera de Nazaré, en Portugal, afirma que el vencido Rodrigo huyó al monasterio de Cauliana, cerca de Mérida, desde el que viajó al litoral luso en compañía de un monje que portaba una imagen policromada de la Virgen María amamantando a su hijo. Esta imagen, dicen, había sido venerada por los primeros cristianos en Nazaret, localidad natal de María, y transportada a España.

En Portugal, siglos antes de convertirse el macrocomplejo católico de Fátima en el mayor centro mariano, la talla religiosa junto a la que escaparon del avance musulmán el rey  Rodrigo y el fraile, convertida en Nossa Senhora da Nazaré [FOTO] y popularmente venerada —primero en una ermita y después en un  santuario— aglutinaba fervores, milagros y peregrinaciones, conformándose no lejos de la cueva donde fue encontrada —junto con un pergamino que relataba sus vicisitudes y, por extensión, las del derrotado Rodrigo, del que ya no se supo— un pueblo de pescadores, tranquilo y de sencillas casitas blancas extendiéndose hacia el mar por la pendiente de un promontorio, que, de un día para otro y entrado ya el siglo XXI, se transformó en villa turística de surfistas y asimilados merced a la existencia de un profundo desfiladero submarino que provoca gigantescas olas que concitan a practicantes de surf y espectadores en la Praia do Norte y sus proximidades.


Languidece la tarde y aplaca el oleaje sus arrebatos diurnos. Va vaciándose la playa y, en el barrio de los pescadores, recogen con diligencia las mujeres nazarenses los jureles  —carapaus, les dicen—  medio secos que han permanecido tendidos al sol sobre redes tensadas en paneles rectangulares de madera; muy demandados por turistas y autóctonos, terminarán cocinándose a la parrilla para degustarlos con patata cocida, aceite y vinagre.

La noche del arenal transporta en su brisa aromas a carapaus, a sal y, según la dirección, a combustible. Con la fatiga y el sueño adueñándose de cuerpos y mentes, contemplan los visitantes, una vez más, el océano y regresan a la iluminada calle de la villa donde el humilde hotelito, con dos viejas tablas de surf descoloridas plantadas, como reclamo decorativo, junto a la entrada, les certifica —por boca de la gentil recepcionista— un reconfortante descanso.

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