«En aguas ibicencas»: Archivo personal
Acechaba la noche y una pared de sombra alzose entre los bañistas y el fondo de la cueva. Tras aquel candado de opacidad rimbombaban todavía los relatos de Tom, un licenciado en Historia metido a barquero, que, además de narrarles viejos cuentos de piratas y cuevas con tesoros escondidos —que deleitaron especialmente a las jóvenes Jenabou y Loreto—, les habló de Ibiza. De la Ibosim fundada por los cartagineses, de la Ebosus conquistada por Roma y de la Yebisah musulmana que acabaría, en 1235, como otro de los territorios insulares de la Corona de Aragón.
Encallada en la arena, la barca, y un archipiélago de toallas aguardando las pieles mojadas de quienes apuraban el tiempo, entre risas y chácharas, chapoteando en la orilla. Después, la recogida y el regreso, con el ruido del motor de popa combatiendo el mutismo de los ocho pasajeros imbuidos de una cierta lasitud no exenta de dicha.
Y en ese momento, mientras retornábamos al otro lado de la isla, pensé en las pateras y cayucos atestados de mugrienta esperanza y zarandeados por la incertidumbre; en esas chabolas flotantes al raso hacinadas de seres humanos cuyos sueños de futuro se transforman, al cabo de horas de angustia, en uno solo y obsesivo: Sobrevivir a la inquietante navegación.