«Dearly Departed»: Susie Holderfield
Reconstrucción de los hechos ocurridos en la primavera de 1949, en un pueblo de la Hoya de Huesca, a partir de los recuerdos de la señora Isabel P.N., que contaba, por aquel entonces, catorce años.
Aquella mañana llegaron, por el camino del cementerio, los gitanos. Dos carromatos desvencijados tirados por mulos de pelajes imprecisos bajo un manto de parásitos y, atado a la última de las casas rodantes, un burrillo raquítico cuyas patas ulceradas obraban el prodigio de mantenerlo en bamboleante equilibrio. Los humanos que completaban el cuadro —cuatro mujeres, cinco hombres y cuatro chiquillos, todos caminando junto a los carromatos, excepto los conductores— portaban las mismas marcas de miseria y hambre que las humildes bestias que abrían y cerraban la comitiva.
A poca distancia de las primeras casas del pueblo, en una era apenas separada del camino de tierra y lindante con las márgenes del río, el patético grupo detuvo la marcha y, en pocos minutos, humeaba una marmita sobre una improvisada cocina de brasas circunvalada de piedras, mientras animales y chicuelos compartían chapoteos en la orilla del río.
No tardó la curiosidad de los habitantes del pueblo en hacerse presente junto al recién instalado campamento, de tal manera que, al mediodía, cuando las faenas del campo se interrumpieron para sanear los estómagos, nueve o diez personas observaban, en silencio, a los forasteros y sus paupérrimas pertenencias.
De improviso, apareció un pandero en las manos de una de las gitanas y antes, incluso, del primer golpe rítmico, los cuatro arrapiezos de edades indefinidas se pusieron en movimiento: Volteretas, contorsiones, equilibrios de unos sobre otros… Y un final de saludos al desconcertado público observador que, quizás más sorprendido que entusiasmado, aplaudió con timidez a los infantiles artistas mientras los gitanos adultos se mantenían agrupados junto a la exigua hoguera esforzándose por sonreír amistosamente a los aplaudidores.
A media tarde se inició el ir y venir de algunos habitantes del pueblo a la era y de la era al pueblo. Patatas. Tomates. Cebollas. Una cantidad imprecisa de preciados huevos. Un poco de harina. Sardinas de cubo. Ropa vieja. Algunas perras gordas de aluminio.
La procesión dio tan buenos frutos que los gitanos se sintieron obligados a repetir el espectáculo a última hora de la tarde, imprimiendo a la nueva representación mayor teatralidad, como lo demostraban las dos mugrientas mantas que, colocadas entre los dos carromatos, oficiaban de telón. Al afán de los gitanos por acondicionar su pequeño circo ambulante contribuyeron algunas gentes del pueblo llevando sus propias sillas para convertir la pobre era en escenario de sueños, y, así, entre la necesidad de hacerse agradables de unos y la huída de la cotidianidad de los otros, la nueva función atesoró la categoría de exitosa.
De lo que sobrevino por la noche, pocos fueron, sin embargo, capaces de dar muchos detalles. Solo el señor Agustín —padre de Isabel—, el serio mayoral de la finca La Palanga, puso voz a las tropelías cometidas en la era. Porque esa noche del mes de mayo de 1949, horas después de que nómadas y sedentarios compartieran un irrelevante festejo, dos números de la Guardia Civil —según algunos, con el coleto acalorado por el efecto de varios chatos— se presentaron en la era y, con el concurso de tres matones del pueblo, maniataron y apalearon con saña a los hombres gitanos hasta quebrarles los huesos, raparon las cabezas de las mujeres, las despojaron de sus ropas y las marcaron a punta de navaja, golpearon a los aterrorizados chiquillos y mataron al burro a pedradas.
Nunca se presentó cargo alguno contra los salvajes de uniforme y sus acólitos paisanos, salvo las protestas del indignado mayoral, que no fueron tenidas en cuenta por su conocida desafección al régimen. Tampoco se volvió a tener noticia de los gitanos, que desaparecieron a la mañana siguiente tras ser atendidos por el señor Agustín, su esposa y don Manuel, el practicante, que, haciendo caso omiso a las amenazas de uno de los Guardias Civiles implicados, curó las heridas físicas de las vilipendiadas víctimas. Sólo quedó, como prueba del terror desatado, el cadáver del famélico asno, que tardó dos días más en ser retirado.
Tremendo. Como tremendas son las sensaciones que me ha invadido al leer esta entrada, con tu íntima y humana manera de contar las cosas.
Si uno lo vive según lo va leyendo; empieza a sentir la sana curiosidad por esa gente que ven llegar en carromato, y me llega el calor de las brasas que prendieron, y de la música que sonaba así como el baile de los más pequeños.
Me llega el calor humano de la gente de bien, que no hace nada más que vivir (sobrevivir) cuando se tercia la necesidad extrema.
Me llega el calor de esos primerizos aplausos dirigidos en la distancia a quienes se vieron descubiertos. Miradas lejanas pero no ausentes, porque como también eran gente de bien se acercaron hasta allí (corrieron papas, tomates, cebollas……y sillas para acompañar. Convivir sin distinciones de etnias, religión o ideología).
Era aquella una época difícil pero la gente de bien da siempre ese calor impagable, generación tras generación.
Entonces se me fue el calor de repente, y llegó el frío con la presencia de estos dos Guardias Civiles.
He leído mucho sobre lo que en aquella época sucedía cuando con saña y desprecio, faltos de toda humanidad y sobrados de maldad, cometían atrocidades como las que nos traes hoy aquí.
Qué difícil lidiar con tanto dolor, y qué fría la escena del que no puede hacer más y del sufre esas atrocidades. Como la bilis, que incluso hoy al recordarlo, vuelve a subir fría y amarga.
Gracias por rescatar estos trocitos de historia y por contárnosla de esta manera tan tuya.
Lo he sentido como un homenaje al que me sumo.
Un abrazo grande.
Isabel tenía fama de memoriosa. Cuando alguien preguntaba por determinado acontecimiento del pasado que nadie parecía recordar, siempre surgía un “Pregúntale a Isabel”. Tenía la virtud, además, que, sin perder jamás el hilo de lo que contaba, introducía digresiones que enriquecían el argumento con multitud de detalles, así que mi labor, en este caso, consistió, exclusivamente, en darle forma literaria a un suceso que habían conocido su familia y ella misma y, aun cuando Isabel no había sido testigo de lo ocurrido durante la noche, sí conocía sus pormenores por boca de su padre, un hombre analfabeto con firme sentido de la justicia al que sus convecinos aconsejaban olvidar lo sucedido para evitarse problemas.
Eran, como bien señalas, malos tiempos para enfrentarse a la autoridad, y más si el que alzaba la voz había pasado cerca de un año encarcelado porque-sí después de la guerra, como tantos otros, tan inocentes como aquellos desgraciados gitanos a los que se atormentó y a los que Isabel seguía recordando tantos años después.
Otro abrazo inmenso.
Te lo ha dicho “Contadora de Libros” y estoy de acuerdo. No es la historia sola sino la manera de contarla al detalle y con mucha humanidad. La señora Isabel hizo muy bien en poner esos recuerdos en tus manos.
Un saludo.
JBernal
Cuando una persona pretende relatar un suceso doloso no le supone ninguna dificultad tomar partido por las víctimas; el sentimiento surge sin premeditación porque siempre está ahí.
Isabel era muy buena contadora de los avatares de su pueblo, y yo me contento con hacer de escriba de aquello que tuvo a bien compartir conmigo.
Saludos.
Estupendo relato que nos muestra la España de la represión y el miedo. Los «civiles» que decía mi abuela, durante cuánto tiempo los perdedores temblaban solo de verlos. Ya no digamos los gitanos. Me ha encantado.
…y los civiles y hasta civilones les decía Isabel, aunque yo haya preferido utilizar la denominación oficial; omnipresentes en los pueblos y tan temidos en esa dura posguerra donde si la gente de a pie, en general, estaba mal, los gitanos, permanentemente al borde de un precipicio.
Confío en que a estos, que no se si son gitanos o no, les vaya mejor, pues bastante tienen con la pobre vida que llevan.
Menos mal que, pese a la pésima situación de estancamiento, se les está facilitando alimentos.
La gente en los pueblos es solidaria. Han tenido suerte de que no les pillara en una ciudad.
En las comunidades pequeñas las circunstancias ajenas son más visibles y eso facilita cualquier iniciativa.
Aterrador relato que pone de manifiesto nuestra inferioridad respecto a las bestias.
La bondad y la maldad son características exclusivamente humanas. Y… se nota.
Los gitanos y la Guardia Civil, nunca se han llevado bien, hasta tal punto que, en cierta ocasión detiene la Guardia Civil un coche que va conducido por un gitano, le pide la documentación y le pregunta que qué lleva en el maletero.
El gitano asustadísimo le espeta ¡¡AGUA!!
-Como que agua, abra el maletero.
-Esto no es agua, es una bomba de agua…
-Si claro, si yo le digo que llevo una bomba… no me deja seguir y del guantazo que me arrea salgo por el otro lado del coche.
Ahora en serio : A mis 14, 15 ó 16 años, en el pueblo de mi padre, toda la gente del pueblo sabía donde me encontraba yo por el humo, y es que reunía un montón de aliagas secas y encima les ponía bojes verdes y les pegaba fuego, el humo se podía ver desde cualquier sitio del pueblo.
Un día de calma chicha en la ladera de un monte hice lo mismo y el humo quedaba pegado a la montaña… la Guardia Civil lo vio y subió por ver si tenían que avisar a los forestales.
La subida era de más de media hora, cuando llegaron vieron que no había ningún tipo de problema, pero me amenazaron con llevarme al cuartelillo por hacer fugo en el monte, antes no estaba prohibido.
En otra ocasión también me echaron la cantada, ya que iban a beber agua de una fuente en el suelo que yo había limpiado (yo siempre lo hacía cuando llegaba a Bailo) y se encontraron el agua sucia.
Muy agudico, el gitaner del chiste…
En épocas menos claras, la Guardia Civil gozaba de bastante impunidad en los pueblos; su palabra era la única válida, llevaran o no razón y, aunque no se puede decir que todos los miembros del cuerpo tuvieran un comportamiento represor, sí que abundaban actitudes prepotentes y acciones que no solamente realizaban al amparo del poder establecido sino, en muchos casos, al servicio del cacique de turno, atemorizando a aquel que plantaba cara a las injusticias.